viernes, 13 de octubre de 2017

De dolores y sus categorías



Han pasado 3 semanas desde que nos acuartelamos en un pasillo mi no tan nuevo cónyuge, mis dos perros y yo. Apenas un mes del rugido aquel que se metía con violencia por puertas y ventanas. Un rugido largo y persistente que nos atormentó por horas y horas. Un rugido que fue seguido por un profundo y desolador silencio. Un silencio que fue rellenado por una emisora am. Una emisora am que solo narraba malas noticias. Malas noticias que venían de voces de jóvenes y ancianos que no sabían en dónde estaba su tía, su primo, su nieto, su abuela. Gente que lloraba por sus familiares sordomudos, ciegos, en sillas de rueda, seres que suplicaban que se reportaran los que vivían cerca del mar, al lado del río, al pie de una montaña. Entonces la saña del viento fue sustituida por el cruel zumbido de la incertidumbre. Dicen que en 21 días cualquier cosa que hagas se convierte en costumbre, en parte de ti. Creo que por eso esta semana nos estamos empezando a dar cuenta de que esto nos pasó.

Yo viví casi 4 años con mi no tan nuevo cónyuge antes de casarme y logré crear la fantasía de que no iba al baño, de que era una princesa o un perfecto robot. Ahora tengo que anunciar los propósitos de la visita, si me encierro, si uso el inodoro, si tengo que descargar el tanque, así que poco a poco he ido superando la humillación. De la misma manera en la que me he ido haciendo a la idea de que estoy en un camping de esos que nunca me han gustado, pero no un camping de wikén y vista al mar, un camping indefinido, entre paredes de cemento y hormigón, sin brisa de agua salá que refresque, sin la chulería esa de simulacro de vacación. 

Me fui de viaje 2 semanas y desperté en 5 ciudades distintas. Se me hace sencillo acostumbrarme al cambio, y a los buenos cambios ni se diga, así que cuando amanecí sudada, acalorada, con el sol violándome los párpados, pensé que era una nueva ciudad, pero no, abrí los ojos en mi casa, para ser exactos en mi sala, ya que bajamos el colchón al piso porque el calor del cuarto es infernal desde que pasó. Desperté en mi país, la isla que siempre me ha dado trabajo querer, hubiese querido que fuese un mal sueño, pero olía a basura, a bolsas que llevaban 11 días en los zafacones. A inodoros que se bajan cada 3 o 4 meadas, a cuerpos que se bañan con cubitos, a ollas que se lavan con cantidades mínimas de agua y jabón, a una nevera de playa que tenía mantequilla, leche, queso y jamón y se quedó sin hielo, sin frío y con un profundo olor a putrefacción. Sin embargo, no podemos desecharla, cualquier líquido es combustible de descargue. Tomé un taller de guiones de cine hace años con un profesor que contaba que por pura manía convertida en ritual, bajaba el inodoro antes de bañarse, que la generación que le precedía, le había aniquilado la posibilidad de sexo sin condón, así que él botaba agua sin cargos de conciencia, de 3 a 7 galones para ser exactos, porque el sonido del inodoro le relajaba, le causaba una extraña sensación de clausura y por ende, satisfacción. Me pregunto si hoy echará los cubos de agua de lluvia recogida dentro del tazón del inodoro, por aquello de preservar algún tipo de normalidad después de lo que nos pasó.


Creo que es importante decirlo, creo que es necesario escribirlo, esto nos pasó, nos pasó a nosotros, no fue a un país al otro lado del mundo, no fue en una nación en guerra de nombre impronunciable, no fue en una de las islitas que los huracanes tienen como saco de boxeo por la última década. Le pasó al Estado Libre Asociado de Puerto Rico, le pasó a Borinquen, a la isla bendecida. Una isla que ahora parece prendida en fuego, no pareciera que los vientos la desnudaron, parece que le prendieron fuego y se consumió hasta la mismísima raíz. Se siente y se ve como lo que es, un campo minado cuidadosamente compuesto por las desesperaciones e irritaciones de todo el que te rodea, ya sea porque la planta se quedó sin diesel o porque no tienes insulina para tu viejo o para el nuevo miembro de la familia. El mapa entero es un canvas en blanco para la ansiedad. Lo que queda de isla es un espacio para desarrollar paranoias, complots, para construir los escenarios más catastróficos cuando no consigues comunicarte con alguien y lo peor es que en este registro de comunicaciones rotas, interrumpidas o inexistentes, todos los panoramas fatalistas, suenan lógicos y tristemente posibles.

Ya nos parece natural hacer filas de tiempo completo, pasar 8 horas para conseguir gasolina, para retirar efectivo, para que nos vendan dos bolsitas de hielo. Hemos perdido la noción de la normalidad. Lo relativo de la longitud de las filas, es solo un ángulo, si ves que hay 45 personas en la ATH, o apenas 72 carros antes de ti, la fila no está mal. Hace un mes, si veías 3 personas antes de ti esperando para retirar dinero, te ibas. Es más, ¿para qué necesitábamos el efectivo de todos modos?

Ahora hay una nueva ética para todo, una nueva forma de saludar, de sonreír, como con pena, “mano cómo estás” y siempre acompañarlo de un “dentro de…” Hay un nuevo estándar de pérdida, si al preguntar cómo estás, la respuesta solo incluye: se me inundó la casa, el carro no prende, perdí la terraza, la mitad de los muebles, la respuesta correcta y aceptable es: Gracias a Dios, estamos vivos.

He intentado montarme en la ola del agradecimiento, del optimismo, de la resiliencia, de la empatía y la solidaridad. Y aunque es lindo pensar que ahora la orden del día es que yo te traigo una libra de pan, o compartimos las dos bolsas de hielo por las que alguien hizo 5 horas de fila y llegan semi derretidas, que hacer una olla de arroz con salchicha o un sancocho en el parking o en la marquesina y repartirlo, suena a que hemos aprendido a vivir en comunidad, yo no me lo creo. Me alegra que ahora seamos un país de mindfulness, que de pronto no nos sintamos superiores a la gente de otros países y de los mismos compatriotras, cuya realidad siempre ha sido este arroz con culo que tenemos la fe de que sea una situación temporera al menos para los más privilegiados. Pero me da muchísima vergüenza pensar que un huracán tenía que partirnos por el mismo medio para abrir los ojos y despertarnos la humanidad. La capacidad de conmovernos por el sufrimiento ajeno, la habilidad de imaginarnos cómo siente el otro, la sensibilidad de tolerar y no juzgar porque realmente el que está de frente puede estar pasando el peor día de su vida o puede estar al borde de una crisis nerviosa, no se supone que lleguen milagrosamente porque nos arrancaron el país de raíz. No hay que justificar la desgracia. No hay por qué minimizar las pérdidas. No hay por qué renegar de la miseria propia y del profundo duelo que tenemos derecho a sentir.

Si perdiste tu terraza, que quizás estuviste 5 o 10 años ahorrando para construir, llora. Si el carro que acababas de comprar o que acababas de saldar después de 60 pagos, ahora no prende porque se inundó, échate a llorar. Si estuviste 9 horas en un techo esperando a que te rescataran, asqueado de tu propio olor, pasando frío y con un miedo real a morirte ahogado, bébete las lágrimas. Porque no hay tragedia pequeña y la única manera que tenemos para enfrentar la pérdida es aceptándola primero. Al igual que para sobrepasar adicciones hay que llamarlas por nombre y apellido y llamarse uno por nombre y apellido, hay que detenerse, hacer un inventario de lo perdido, permitirse llorarlo y entonces y solo entonces, empezar de nuevo o simplemente retomar la lucha.


Mi nombre es Edmaris Carazo, y estoy cansada de no tener agua en los grifos. Estoy harta de dormir en un mattress en la sala de mi casa y que me devoren los mosquitos. Estoy drenada por no poder dormir lo humanamente suficiente, estoy humillada por tener que avisarle a mi marido de todos los procesos escatológicos por los que estoy pasando, me siento amenazada por mi propia torpeza y estoy aterrorizada de cortarme o romperme un hueso y tener que terminar en un hospital. Siempre he odiado la incertidumbre y el no saber la fecha de expiración de esta situación me tiene los nervios rotos. Tengo un trabajo nuevo, al que intento llegar a tiempo y bien vestida, cosa que es una batalla campal diaria, porque no puedo lavar ropa, ni mucho menos plancharla, combino las cosas con la luz de una linterna y tardo el doble en cualquier cosa que quiera hacer porque los tapones son infinitos, los semáforos no existen y la amabilidad de los conductores duró apenas los primeros días. Sufro cada uno de los despidos y cada cesantía temporera me acerca un poco más a tener un ataque de pánico, y aunque una de mis reglas de vida es no llorar en el trabajo, leí un estatus de un gran amigo que perdió a su mamá por leptospirosis y aparte de tener que levantarse ese día y seguir viviendo, tuvo y tiene que preocuparse por reunir seis mil dólares para enterrarla. Al leerlo pedir que lleváramos arena de una playa al funeral y que su mamá sembró robles y floreceremos, lloré en la oficina en la que no llevo 30 días laborables corridos. Lloré porque confundimos el optimismo con una profunda negación. Lloré porque es irresponsable negar pérdidas que podrían resultar ser epidémicas. Lloré de rabia porque ignorar lo que nos pasa es una forma de perpetuarlo. El “ay bendito” evolucionó a un “estamos vivos”. El “estamos jodidos” que no se dice, se traduce a “hay gente peor”. Las cosas materiales no son todas reemplazables. Algunas cosas materiales son lo único concreto que te quedaba de tu abuela o el símbolo de un préstamo estudiantil que aún estás pagando, o una escritura que perpetúa tus 360 pagos de hipoteca o literalmente el techo de tus hijos o lo que fue la casita de tus viejos. Estar bien y estar vivos no es lo mismo. El dolor no se mide en conteos de muertes certificadas.


Tengo una hernia en el esófago que ha estado bajo control durante años, sin embargo, las frituras, la comida enlatada, el lujo del vino tinto (porque no hay refrigeración para más nada) me tienen el cuerpo vapuleado. Estuve meses comiendo bien, haciendo crossfit, corriendo, haciendo yoga, tomando ácido fólico y vitaminas porque por primera vez en mi vida decidí conscientemente coquetear con la idea de intentar convertirme algún día en mamá. Se supone que uno no se tome las cosas de manera personal pero no puedo evitar sentir como si el universo estuviera tan en contra del concepto que me rajó la isla y la vida misma para evitarlo. Estoy alimentando a una comunidad de Aedes aegypti noche tras noche, su pasión por mí es tanta, que no hay repelente, citronela o aceite esencial que los detenga. Tengo los anuncios del zika retumbándome el cuero cabelludo, mientras me baño, mientras duermo, mientras le paso la mano a mi marido que no encuentra cómo más evitar que yo vuele en cantos como cualquier ventana o puerta corrediza, cediendo a los vientos huracanados, explotando porque sencillamente el aire no tiene por dónde carajo salir. La semana pasada hubiese sido la presentación de mi libro publicado por fin, después de más de 7 años de haberlo pujado y empujado, uno de mis más grandes sueños, también convertido en polvo por el temporal. El 8 de octubre era mi primer aniversario de bodas y bien en el fondo soy una cursi sin remedio que hubiese querido tener una cena bonita, beberme un buen vino, comerme algo que no me diera dolor de barriga, celebrar el amor con el cuerpo, sin pensar en cesantías, en muertos enterrados en los patios de sus familias, en escasez y bebés con cabezas pequeñitas.

El otro día me metí a un supermercado, porque todos los artículos contra la depresión y la ansiedad te incitan a intentar recrear algún indicio de normalidad, realizar tus rutinas teniendo en cuenta de que todo será un poco más complicado, un chin más difícil, un proceso más prolongado y que por lo mismo la satisfacción de lograrlo te proveerá alguna dosis de satisfacción cotidiana, de deber cumplido. Sin embargo, al entrar a colmado, me convertí en un adolescente que vive solo por primera vez, que lo zumban a la adultez sin casco. Bolsas de tela en mano sentía que me aplastaba la manada de gente, la abrumadora mayoría de artículos que no puedo comprar porque no tengo dónde refrigerarlos. Y el pánico ese nuevo y aguerrido de que no van a aceptar tarjeta de crédito, de que hay que pagar en efectivo, en especial a gente como yo que le huye al cash como el diablo a la cruz y ahora hay que preguntarse a diario, ¿tienes efectivo?, ¿será suficiente?, en nuestro caso subir de nuevo los 3 pisos para contar los billetes, dividirlos a la mitad, presupuestar para lo inesperado, porque lo inesperado ahora es nuestra nueva realidad. Entonces uno lleva la cuenta de las cosas que compra en la cabeza, como hacía mi abuela con la mayor facilidad. Nos vamos en un solo carro para no gastar la gasolina, porque aunque en el área metro la cosa de las gasolineras se ha estabilizado, no hay garantía de que esto se quede así. Tenemos estrés post traumático, cuando sopla duro el viento, que ahora cualquier viento sopla durísimo porque no hay hojas en los árboles que sobrevivieron, y nos miramos con susto, con un verdadero y profundo susto porque aprendimos luego de 20 años y después de viejos que el cuco existe y a veces el lobo sí viene y nos come de verdad. El otro día en una plaza formaron un bembé, porque eso es lo que hacemos, cantar, beber y bailar, pa’ sentir que somos gente de nuevo, que “this too shall pass”, a alguien se le ocurrió tirar fuegos artificiales, la gente se tiró al piso, miró para todos lados, le amoretonaron el brazo a su ser amado favorito, tuvieron taquicardia, recordaron a María, pidieron otro shot. No estamos listos para ruidos súbitos, el terreno no está apto pa’ sorpresas.


Llevo 21 días repitiéndome “todo va a estar bien”, 20 días contando el agua y las latas que nos quedan, 19 días aprendiendo a manejar una estufa de gas a pesar de mi increíble torpeza, 18 días inhalando y exhalando, consciente de mi privilegio, pensando en los refugiados antes de quejarme del calor. 17 días jugando briscas y dominó. 16 días escuchando radio am y reggaetón, las únicas frecuencias sonoras que se escuchan y que son un catalítico para cualquier mini infarto o colapso de la presión. 15 días durmiendo en un charco de mi propio sudor. 14 días preguntándome si estará bien la gente con la que no me he comunicado. 13 días intentando llevarle dinero a la mejor amiga de mi mamá, que no puede ser más generosa y que el agua, mi elemento favorito se lo quitó absolutamente todo, 12 días pensando en qué vamos a hacer si uno de los dos se queda sin trabajo, 11 días pensando en cómo pagar las cuentas sin telefonía ni servicio de internet, 10 días pensando en los viejitos que viven en pisos altos, en un asilo que la dueña se fue y los dejó allí a todos rodeados de tormenteras y desolación, en mi abuela, en un mejor asilo pero aún así sola en un cuarto pequeño, preguntándose en su mente ida qué serían esos ruidos de guerra y terror, 9 días temiendo que se vuelva a meter un murciélago a la casa, perdiéndole el asco a las moscas y buscando maneras de no matar a las abejas que están igual de desesperadas que nosotros, con un miedo terrible a la escasez, 8 días extrañando de antemano a los amigos que no tienen más remedio que irse, a irse porque tienen un recién nacido o porque se les acabaron las pastillas de quimio a la mamá, 7 días viendo los días empezar y terminar como quien ve la vida como algo que le pasa a uno sin remedio, 6 días tomando pastillas para la acidez como si fuesen mentas para el aliento, 5 días preguntando en los lugares: ¿qué te queda?, 4 días intentando terminar libros con una vela en la falda o una linterna en la frente, 3 días celebrando cuando pasan 24 o 48 horas sin un ataque de pánico, 2 días que me dejo llorar sin cuestionarme, 1 día intentando enfocarme en todos los días escribirle, hablarle y si es posible tocar a alguien querido.


Conseguí un café abierto, abierto porque en una cartulina gigante lo decía afuera, este es el nuevo método infalible y disponible de publicidad que tienen los negocios. Sin embargo, el lugar estaba a oscuras. En el pasado (es decir hace menos de un mes), bombillas apagadas significaban negocio cerrado, pero esa realidad (entre muchísimas otras) ya cambió. Entré y un barista sudado, sin afeitar y con gorra (estilo mayoritario en estos tiempos) me indicó que solo tenían café y espuma de leche, me pareció ideal, vi a su lado un bizcocho con todo y glaseado, le pregunté si era de hoy, me dijo que sí pero que era de guineo, me lo dijo con pena, como pidiendo excusas, le dije que mejor todavía. Me senté mirando a la calle en una mesa frente a la puerta abierta. Pensé en tomarle una foto al bizcocho, al frosting, al hermoso café y darle una pauta gratuita, negocio abierto, café rico, bizcocho de guineo recién horneado. Recordé inmediatamente que no tengo batería, porque no tengo luz eléctrica, luego me consolé pensando que si tuviese batería tampoco tendría señal para subir nada, acto seguido me acordé que esta semana tenía cita (cita que perdí porque la vida misma la hemos tenido que poner en hold) para enviar mi celular a reparar porque algo le pasa, hay que golpearlo a ambos lados, prenderlo y apagarlo para que funcione. Como si se negara a reaccionar con suavidad, como si se le olvidara que sus funciones son responder al toque de mis dedos, seguir mis comandos, ser útil, ser funcional. Y por alguna razón que desconozco, ese pensamiento junto al rótulo luminoso pero apagado del café, las abejas rodeando la puerta, el tarro del azúcar, el nombre sin luz y hasta mi propio café, el calor del lugar y de la isla entera, la pegajosidad que se ha convertido en el estatus quo de mi piel, sin olores de vainilla y lavanda, sino una combinación perpetua de sudor, jabón sin enjuagar, sudor, repelente, polvo y quién sabe qué más, me hizo ponerme a llorar. Mientras chupaba directamente de mis dedos el deliciosos frosting de queso crema, mientras sorbía mi café con la florecita típica en la espuma de la leche, lloré, lloré como solía llorar los 31 de diciembre, como suelo llorar en mis cumpleaños, como no he vuelto a llorar desde que la vida decidió darme una tregua, dejar de mantenerme alerta a cantazos, golpeándome a ambos lados, prendiéndome y apagándome la alegría para que reaccione. Nadie me miró raro, supongo que ya es normal que a la gente se le salgan las lágrimas cuando encuentra algo en una góndola, cuando salen un par de gotas del grifo, cuando luego de 7 horas de fila, les dejan llenar el tanque entero de gasolina, aunque les cueste el doble de lo que les costaba antes del huracán. Lloré porque extrañaba sentir placer sin culpa, cerrar los ojos y recordarme que estar viva puede ser rico, que esta mierda me azotó pero no me quemó la raíz, que la dulzura existe, que a veces (bien pocas veces) pero a veces me hace falta que me abracen, que ese maldito rugido no me espantó la música, que me niego a vivir acuartelada en un pasillo, que los robles florecen aunque las inundaciones y los tapones no siempre me dejen llegar a los funerales, que bien en el fondo sé que nos levantamos, pero por ahora necesito, guardarle luto a mis escombros.