Mañana es mi último día de trabajo. Después de casi siete años de seudo vida laboral comienzo oficialmente el desempleo el lunes. Me siento como probablemente se siente una mujer divorciada después de siete años de matrimonio, aterrada y llena de paz: pacíficamente paralizada. Después del 31 de agosto no tendré plan médico, y el hecho de que siquiera considere esto como una complicación es una confirmación desgarradora de mi innegable adultez/vejez. Porque he ido descubriendo que mientras más preocupaciones uno tiene, mayor se siente por dentro. Crecer implica coleccionar un montón de miedos nuevos y reírse de unos pocos miedos viejos que ya no parecen tener sentido. Cuando tu vida la determinan las quincenas y no los fines de semana tu mayoría de edad empieza a sentirse como el barrunto, un dolor en las coyunturas cuando se acerca la lluvia.
Llevo dos años sin irme de vacaciones, y como el año pasado las liquidé para pagar parte del pronto de la casa, esto significa que el cheque de liquidación me mantendrá sobreviviendo hasta medidos de septiembre. Sin embargo esa porción de juventud que se niega a adquirir seguros de vida (porque le creo a un profesor que tuve que decía que los seguros de todo tipo son simplemente formas de hacerles pagar a los clientes cuotas mensuales por sus miedos), esa Edmaris de pelo enredado, con la nariz perforada, que es incapaz de pintarse las uñas o la boca de rojo, quiere agarrar ese cheque, meterlo en la cuenta, abrazarse por unas cuantas horas a la computadora, sumar y restar, restar y restar, y comprar pasajes. Porque no puedo dejar de verme con pantallas artesanales olvidando por un momento que pago hipoteca. Porque esta que está dentro de mí; hierba mala que no muere, tiene un compromiso consigo de salir de aquí al menos una vez al año y estoy delinquiendo en la deuda. Le temo demasiado a la locura y la fórmula perfecta para enloquecerme tiene mi mismo código postal. Estoy segura que el código de área asociado a la demencia es el 787 y esa necesidad de salir me tiene los tobillos porosos.
Regresé de Salamanca hace tres años y alguien me aseguró que el malestar se me iba a ir, que cuando se regresa al país de uno, es normal una gastritis emocional por varios meses. No me parece que mi cuerpo vaya a digerirlo, se niega, porque mi cuerpo es terco y a veces le molesta quedarse en el mismo nivel del mar todo el tiempo. Porque mi cuerpo tiene un relojito, un relojito que suena más duro que el biológico, un relojito suizo hecho en China que me cronometra el tiempo que estoy perdiendo mientras me pierdo el mundo sin salir de aquí. Hay gente que es incapaz de ser fiel, que alegan que la monogamia es antinatural. A mí me parece que a la fidelidad hay que verla no como una dieta, sino como un estilo de vida donde se come más saludablemente, y seamos honestos, en este mundo es bastante más higiénico (claro dependiendo con quién uno se monogamie). En cambio yo tengo un serio problema con la permanencia geográfica, yo me auto diagnostico claustrofóbica insular. Puedo estar en un ascensor, en un submarino, en un carro pequeño, pero no puedo vivir en una isla por más de doce meses corridos, al menos no en la misma. Paso por el lado de las agencias de viaje y literalmente salivo. Veo reportajes de viajes en televisión y suspiro tan fuerte que se me olvida respirar. Escucho a otras personas hablar de sus viajes a sitios que aún no he ido y siento envidia, de la mala, no admiración con tanta intensidad que raya en lo rabioso, sino envidia de la verde, prima hermana del odio. Si fuera necesario o si por mi fuera, lo empeñaría todo, agarraría una mochila y me iría, sin tan siquiera una cámara, pero con dos pares de espejuelos y una libreta plegadiza.
Siempre digo que si me pego en la lotería correría a un aeropuerto al mostrador de cualquier línea aérea y le diría a la dependienta dame un boleto a cualquier lugar que salga en los próximos 45 minutos. No me importa a donde, si son las y 13, pues entonces que salga a las y 58. Ya habría llamado a mi compañero a decirle tienes media hora para llegar al aeropuerto con pasaporte en mano. No quiero más nada, no necesito un convertible, no me compro una mansión, no le arreglaría la vida a nadie, al menos no desde aquí, tengo que salir para pensar. Primero tendría que jugar lotería y no perder el boleto y verificar los números ganadores y tengo mucha dificultad en completar todos esos pasos por alguna extraña razón, tal vez mi predeterminación a la pobreza. Dicen que el que viaja solo viaja más ligero, yo ni una ni la otra.
Empiezo a buscar días libres, porque no quiero faltar a la universidad y decido las elecciones. Porque en esta extraña sucursal caribeña del sinsentido las elecciones son el 4 y por eso no se estudia ni el 3 ni el 4 ni el 5. Miro el calendario lo analizo con pasión, y tengo trece días, me voy el Día de Brujas y regreso el doce, no estudio los viernes y el 11 es el día del veterano, estoy de suerte me digo victoriosa. No sé para donde voy, tampoco tengo el dinero, no sé dónde me voy a quedar y mi codeudor hipotecario morirá de un infarto fulminante cuando se lo insinúe. Pero han sido los quince minutos más felices del mes. Suena el celular y son mis amigos de la Compañía del teléfono, que me lo van a cortar. Decido que tengo que irme a algún lugar que no llegue la señal telefónica de todas maneras. Todavía tengo que redactar una última acta, mejor dicho debo. Tengo que leer veintidós casos para la semana que viene. Cuando salga mañana voy al colmado a comprar leche, harina, huevos, pasta de guayaba, pistachos, y piñas, el lunes comienzo a vender bizcochos, con algo tengo que pagar la casa.
Llevo dos años sin irme de vacaciones, y como el año pasado las liquidé para pagar parte del pronto de la casa, esto significa que el cheque de liquidación me mantendrá sobreviviendo hasta medidos de septiembre. Sin embargo esa porción de juventud que se niega a adquirir seguros de vida (porque le creo a un profesor que tuve que decía que los seguros de todo tipo son simplemente formas de hacerles pagar a los clientes cuotas mensuales por sus miedos), esa Edmaris de pelo enredado, con la nariz perforada, que es incapaz de pintarse las uñas o la boca de rojo, quiere agarrar ese cheque, meterlo en la cuenta, abrazarse por unas cuantas horas a la computadora, sumar y restar, restar y restar, y comprar pasajes. Porque no puedo dejar de verme con pantallas artesanales olvidando por un momento que pago hipoteca. Porque esta que está dentro de mí; hierba mala que no muere, tiene un compromiso consigo de salir de aquí al menos una vez al año y estoy delinquiendo en la deuda. Le temo demasiado a la locura y la fórmula perfecta para enloquecerme tiene mi mismo código postal. Estoy segura que el código de área asociado a la demencia es el 787 y esa necesidad de salir me tiene los tobillos porosos.
Regresé de Salamanca hace tres años y alguien me aseguró que el malestar se me iba a ir, que cuando se regresa al país de uno, es normal una gastritis emocional por varios meses. No me parece que mi cuerpo vaya a digerirlo, se niega, porque mi cuerpo es terco y a veces le molesta quedarse en el mismo nivel del mar todo el tiempo. Porque mi cuerpo tiene un relojito, un relojito que suena más duro que el biológico, un relojito suizo hecho en China que me cronometra el tiempo que estoy perdiendo mientras me pierdo el mundo sin salir de aquí. Hay gente que es incapaz de ser fiel, que alegan que la monogamia es antinatural. A mí me parece que a la fidelidad hay que verla no como una dieta, sino como un estilo de vida donde se come más saludablemente, y seamos honestos, en este mundo es bastante más higiénico (claro dependiendo con quién uno se monogamie). En cambio yo tengo un serio problema con la permanencia geográfica, yo me auto diagnostico claustrofóbica insular. Puedo estar en un ascensor, en un submarino, en un carro pequeño, pero no puedo vivir en una isla por más de doce meses corridos, al menos no en la misma. Paso por el lado de las agencias de viaje y literalmente salivo. Veo reportajes de viajes en televisión y suspiro tan fuerte que se me olvida respirar. Escucho a otras personas hablar de sus viajes a sitios que aún no he ido y siento envidia, de la mala, no admiración con tanta intensidad que raya en lo rabioso, sino envidia de la verde, prima hermana del odio. Si fuera necesario o si por mi fuera, lo empeñaría todo, agarraría una mochila y me iría, sin tan siquiera una cámara, pero con dos pares de espejuelos y una libreta plegadiza.
Siempre digo que si me pego en la lotería correría a un aeropuerto al mostrador de cualquier línea aérea y le diría a la dependienta dame un boleto a cualquier lugar que salga en los próximos 45 minutos. No me importa a donde, si son las y 13, pues entonces que salga a las y 58. Ya habría llamado a mi compañero a decirle tienes media hora para llegar al aeropuerto con pasaporte en mano. No quiero más nada, no necesito un convertible, no me compro una mansión, no le arreglaría la vida a nadie, al menos no desde aquí, tengo que salir para pensar. Primero tendría que jugar lotería y no perder el boleto y verificar los números ganadores y tengo mucha dificultad en completar todos esos pasos por alguna extraña razón, tal vez mi predeterminación a la pobreza. Dicen que el que viaja solo viaja más ligero, yo ni una ni la otra.
Empiezo a buscar días libres, porque no quiero faltar a la universidad y decido las elecciones. Porque en esta extraña sucursal caribeña del sinsentido las elecciones son el 4 y por eso no se estudia ni el 3 ni el 4 ni el 5. Miro el calendario lo analizo con pasión, y tengo trece días, me voy el Día de Brujas y regreso el doce, no estudio los viernes y el 11 es el día del veterano, estoy de suerte me digo victoriosa. No sé para donde voy, tampoco tengo el dinero, no sé dónde me voy a quedar y mi codeudor hipotecario morirá de un infarto fulminante cuando se lo insinúe. Pero han sido los quince minutos más felices del mes. Suena el celular y son mis amigos de la Compañía del teléfono, que me lo van a cortar. Decido que tengo que irme a algún lugar que no llegue la señal telefónica de todas maneras. Todavía tengo que redactar una última acta, mejor dicho debo. Tengo que leer veintidós casos para la semana que viene. Cuando salga mañana voy al colmado a comprar leche, harina, huevos, pasta de guayaba, pistachos, y piñas, el lunes comienzo a vender bizcochos, con algo tengo que pagar la casa.
3 comentarios:
¡Vaya situación! Algo vendrá, algo ocurrirá, mañana es otro día. Y mientras dure el desempleo pues a disfrutarlo de alguna manera! En cuanto a la claustrofobia insular, eso se combina mal con la monogamia, a menos que se monogamie con otro que padezca el mismo mal.
En días pasados pensaba que uno se pone viejo cuando deja de dormir en camas ajenas.
Nena! La foto está poderosa! Sabes que en el fondo todo estará bien. Hasta el próximo jueves!
otra vez, de caída, de culo. me gustó. qué vértigo, qué miedo, qué falta de ventanas. sé fuerte nena, ya llegará el momento de las despedidas. y te irás.
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