Mi
cuerpo es un tipo bien organizado y maquiavélico. Soy despistada en general, no
porque no recuerde las fechas importantes, sino porque usualmente no sé en qué
día estoy viviendo. Sin embargo mi cuerpo tiene un sistema infalible para
recordar. Los magos nunca revelan sus secretos, así que no tengo la más mínima
idea de cómo lo logra. Su especialidad son las fechas tristes, los aniversarios
de partidas, lo que hubiesen sido cumpleaños, las celebraciones que ya están
inevitablemente rotas por los siglos de los siglos, amén.
Extrañar
nunca se me ha dado bien. He podido formular una manera romántica de hacerlo,
pero en términos prácticos el extrañar no me sale natural. Lo tengo que
trabajar, maquinear, numerar, recordarme que se supone que me sienta de esa manera,
hacer una lista mental de lo que falta y ¡zas!, extraño. A mis 4 años, despedí
a mis papás el primer día del colegio con la mano y sin mirar atrás, como si
fuese nada. Quizás tiene que ver con que fui a muchos funerales de chiquita y
católica al fin, a muchas misas, rosarios, novenarios y letanías.
Mi
abuela organizaba los rosarios en su casa. Se encargaba de todo, los invitados, el chocolate
caliente, el queso de papa, las galletas danesas en su lata siempre azul, café
con media, flores del patio, velas al santo, casa limpia, recordatorios por
teléfono en tiempos en los que el teléfono era de rosca y había que marcar número a número para que a nadie se le olvidara ir a rezar. Mi
abuela siempre fue buena para los nacimientos y las muertes. Adivinaba el sexo del
bebé por la forma de la panza, te aseguraba si venía hermanito o hermanita de
acuerdo a la localización del remolino en la cabeza del primogénito. Las
muertes las manejaba con clase y naturalidad. Nunca la vi perder la compostura
ni guindarse de la caja de un muerto a llorar. Lo de mi abuela nunca fueron los
excesos. Mi abuela era literalmente toda una dama, directamente del Barrio Venezuela y podía dar clases de etiqueta a cualquier duquesa. Extraño a mi abuela. No solo cuando la gente se muere y los creman sin
anuncio y sin llantos. La extraño a diario.
Así como
pienso en la voz de Dios como la de Morgan Freeman, pienso en la voz de mi
abuela como la parte recta de mi conciencia. Cuando niña la escuchaba
diciéndome que si me tragaba las pepitas de las parchas, me crecería un árbol
en el ombligo. De adolescente la escuchaba diciéndome que si dejaba que me
tocaran la rodilla, dejaba que me tocaran todo lo demás, de adulta la escucho
regañándome cuando me robo bolígrafos de restaurantes, cuando bebo de más, me parece escucharla diciéndome que salí a mi abuelo o si intento decir una mentira, la oigo, que no hay
mentiras blancas, todas son mentiras y ya.
Usualmente
cuando más la extraño, amanezco con un antojo terrible de desayunar cremas. Así
que si tengo la fortuna de que sea un sábado, pongo bien bajito a hervir la
leche, echo la harina que tenga a la mano, cáscara de limón, clavitos, raja de
canela y azúcar y lloro mientras espero a que se cueza. Mi abuela decía que si
mirabas mucho lo que estabas cocinando, no se hacía, se pasmaba el hervor, la
carne no ablanda, el tenedor no traspasa la papa, la crema se tarda una
eternidad. Así que lo hago a propósito, para que la farina me deje llorarla un
poco más.
Siempre
he intentado entender los más grandes fenómenos emocionales y existenciales
desde los cuerpos. El amor mismo, su franca decadencia, su inevitable
deterioro, si el amor está compuesto de dos personas de cuerpos degenerativos, pues no podría ser de otra forma. Para
ciertas cosas me gusta lo concreto. Por eso siempre he detestado la física y la
geometría. No puedo asociarlos a ningún tipo de cotidianidad.
Mi
abuela era buena con la mente y con las manos. Sumaba al chavo la compra sin
mediar calculadora. No era muy cariñosa, recuerdo restregarme en su falda como un
gato para que me acariciara. Sin embargo, me cosía trajes para mí y mis muñecas,
me cantaba turulete, me mecía en el sillón, me sacaba los piojos, me compró mi
cama de Xuxa, me cocinaba lo que yo quisiera. Su amor era menos físico, sin dramas ni complicaciones, era sencillo, contundentemente práctico y mucho más
concreto.
Mi
abuela sobrevivió un cáncer, pero el Alzheimer se enamoró de ella, de sus manos
que cosían y cocían, de la dulzura de su voz, de cómo cualquier planta se le
daba, de su patio siempre prendido, de cómo dibujaba como si retratara con las
manos, de cómo se persignaba cuando yo decía barbaridades, de cómo con 4 cosas
cocinaba un manjar.
Cuando
mi abuela empezó a olvidar, a cruzar nombres, a cocinar lo no comestible, a
mentar muertos como vivos y vivos como muertos, cuando comenzó a sospechar que
le robábamos, cuando pensaba que le mentíamos y nos rogaba a gritos que la
devolviéramos a casa de su mamá, ahí fue que entendí el concepto de extrañar. Cuando
mi abuela se enfermó, cuando su mente empezó a diluirse, ahí fue cuando
realmente conocí a mi mamá. Entendí de qué mi madre estaba hecha, cómo es que amamos las Pérez. Las citas al neurólogo, las pastillas a las horas exactas, el intentar
formarle conversación, el repetir las cosas en exactamente el mismo tono y con
el mismo amor, las múltiples notas escritas por toda la casa, la paciencia, el no llevarle la contraria, el sacarla de la
casa, darle una vuelta y devolverla a ver en cuál de las vueltas se acordaba de
que esa era su casa desde el principio.
Voy a
cumplir 30 años y nada es como pensé que sería. Hay algo con la cercanía a la
3era década que le da a una (o sea a mí y a este cuerpo caprichoso) con
cuestionárselo todo, desde los genes pasados hasta los genes futuros. Encima, hay un
ajoro interno de lograr cosas, de ponerse fechas como si de la nada alguien
hubiese encendido un conteo regresivo y tuviese una bomba a punto de estallarme
justo detrás del ombligo. Pero todo parece medio incompleto y sin propósito desde que ella se
fue. Me inunda de tristeza que mi abuela no hubiese visto que me gradué de
derecho, me da mucha pena que no hubiese conocido a mi compañero de vida, que no viera
la versión mía de ser tití. Aunque por otro lado, podría ser un alivio que no se haya
enterado de que soy divorciada, que tengo un tatuaje, que hace 2 elecciones que
no voto, que no se me da ni una mata de recao y que escribí una novela donde
ella sale y tiene más de una escena que la harían santificarse y soltar unas
cuantas “Ave María Purísima”, pero bueno… A mis 17 mi abuela ya me estaba
diciendo que una nena tan linda no se podía quedar a vestir santos. ¿Qué
pensaría mi abuela si me viera a los 29 sin hijos ni planes de tenerlos? Y ahí
es que la matemática me jode.
Siempre
quise ser más abuela que mamá. Ujúm, problemas con el compromiso desde antes
que la vida me diera razones para tenerlos. Sé que sería la abuela más
divertida del universo sin lugar a dudas. Pero el rol que toca antes me
aterroriza. Entonces sumo y resto, no creo que la vida me dé para ser hija, madre y abuela. Dudo que pueda programar en etapas toda esta intensidad. Pienso en la edad que tendrían mis padres si
algún día me decido a multiplicarme y no hay manera de que pueda regalarle a
mis hijos no nacidos ni planificados una abuela joven y llena de energía, sin
regalarles a una madre ajorada, resentida y pelá.
Por
ahora he intentado hacer las veces de... Hornear el pernil de Nochebuena, hacer
el coquito de abuela, lo cual es imposible porque soy incapaz de abrir un coco
con un machete y abuela no tenía una versión de nada que no fuera “from
scratch”. He intentado replicar el jamón con piña de despedida de año, la
ensalada de papa con ingredientes que ni como, agarrarme a lo poco de ella que
heredé. Pero no me sale ser tronco. Mi abuela nos daba una excusa para
juntarnos, una cuasi obligación de reunirnos en su casa, dejar todo de lado y
ser gente civil y amorosa por varias horas. Detener el paso del tiempo, recordar
aquellas épocas donde todo era más sencillo o parecía serlo. Ahora es
diferente, ahora juntarnos es recordar ausencias. Ya no hay un ente regulador
que no nos deje sacarnos cosas en cara. No hay un árbitro que regule las malas
palabras o mantenga los chistes colorados a cierto nivel. Lo he intentado, hacer
el pavo en mi casa con todo y el asco que me dan las aves muertas, invitar a
todos con sus respectivas parejas y disparejas, y hasta hornear un pernil de 34
libras. Pero siempre hay algo, una familia nueva, un horario de trabajo que no
se ajusta, una custodia compartida, otro compromiso y al final de todos modos
abuela no está, mi coquito está hecho con ingredientes enlatados y aunque nadie
se dé cuenta, yo lo sé. Y no hay forma de guardar, preservar y volver a
experimentar los sabores, los olores. Siempre siento que le falta algo a la ensalada, que no hay celebración si no le compramos la caja de
chocolates rellena de cherries, los jabones marca Maja para las gavetas de la
ropa, no hay quien nos obligue a comernos las 12 uvas a la media noche, a sacar la maleta a la calle para los viajes, a tirar el cubo de agua desde el balcón, faltan las alusiones a Muñoz Marín y el salmo 23 cuando
las cosas se salen de control.
Cuando abuela se fue, no hubo un funeral, ni muchas misas, ni rosarios, ni novenarios, para
nosotros había sido una pérdida demasiado larga. Me gusta pensar que alguna
viejita agradecida los habrá hecho en su casa sin que faltaran galletas danesas
ni chocolate caliente con queso de papa. Después de años enferma de olvido,
recuerdo el alivio que sentía, el triunfo diario de que me llamara por mi
nombre, así como recuerdo la primera vez que me preguntó que quién era yo. Estuvo
yéndose por casi 10 años, hasta que por fin se fue. Quizás por eso no tengo prisa de
ser mamá, aunque me sobren los buenos ejemplos. No tendré a mi abuela para que
me adivine el sexo del bebé por la forma de mi barriga, ni que esté en el parto
para confirmar su apuesta (capricorniana al fin le encantaba ganar), para que
me diga qué será el próximo sin siquiera darme tiempo a decidir si quiero otro,
no estará abuela para ponerle de inmediato una manito de azabache, para prenderle
una vela, para cosernos ropa con la misma tela para la foto familiar.
Abuela
no está y toda celebración es un recordatorio. No quiero ni puedo olvidarme de esa
ausencia, de ese dolorcito en el pecho que no se quita aunque se suavice
intermitentemente, porque dolerme la mantiene cerca, y olvidarme sería una vez
más, volver a perderla.