jueves, 29 de enero de 2009

auto-ayuda

No me gustan los libros de autoayuda. Respeto a los lectores de autoayuda porque la realidad es (y cito a mi maestra en esto): si leer un libro de auto ayuda te va a disuadir de pegarle un tiro a alguien o de cortarte las venas tú mismo, pues bienvenidos sean. En algún momento llegué a leerlos y no me sirvieron de mucho. En cambio la literatura común y corriente parecía aliviarme, regalarme respuestas. Cuando uno está buscando contestaciones las va a encontrar en los ingredientes de la comida enlatada, en las instrucciones de cómo montar un mueble, en los dígitos del reloj. Lo peligroso es que uno va a encontrar aquello que quiere encontrar. En las nubes si intentas ver un payaso, verás un payaso, en el horóscopo todo tendrá sentido, si te conviene que lo tenga. Y así los pseudo astrólogos de los periódicos y revistas escriben 36 parrafitos y los barajan entre los signos zodiacales, pura economía y no del lenguaje.
He conseguido otros métodos. Nosotros la clase media pobre o pobre y media, no nos podemos dar el lujo de enfermarnos, demás está decirse mucho menos el lujo de deprimirnos. Sin contar con lo que cuesta un psiquiatra, sin siquiera mencionar que la mitad no acepta plan médico o no acepta el que uno tiene, que están llenos por las próximas dos a tres semanas, y que quizás cuando al fin consigues que te atienda resulta que el tipo es un soberano patán y que no tiene ni pizca de química con uno. Entonces, ¿qué? Pasar por el proceso nuevamente y conseguir una cita cuando ya uno ni se acuerda de qué le iba a hablar en primer lugar.
Pues no, uso mejores métodos, no menos costosos, no tienen efectividad comprobada, pero ahí vamos. Tomo café, una vez al día y me regalo una hora de euforia. Intento vestirme mejor, me embarro de maquillaje y cuando siento unas profundas ganas de llorar me imagino caminando con las lágrimas negras por toda la cara.
De vez en cuando me trago una pastilla de melatonina, que es un arma de doble filo. Por un lado me hace dormir, por otro me regala unos sueños tan vívidos que no son necesariamente terapéuticos. Tengo tres alarmas para despertarme, una dice: “Make $ome”, la otra (15 minutos después) dice “You need $!” Y la última dice: “por si acaso”. Empiezan a las 7:15am y la última me grita a las 7:50am. Porque están sabiamente programadas para ir subiendo de volumen y con un timbre cada vez más desagradable.
Aunque me levante tarde, me regalo 5 minutos de besar y acariciar a mi perra. La saco a pasear, la alimento y me voy pensando que ella se pasará el día esperando que yo regrese. Demás está decir que no hago la cama y estoy permitiendo que el caos reine al menos en mi baño y en mi habitación. Porque desde hace una semana y un día, la organización me parece desoladora.
Me escudo en las nuevas teorías que he aprendido en la universidad porque no tengo tiempo para otros libros, gracias a Dios no tengo tiempo para sentarme a pensar, gracias a Dios no tengo tiempo para llorar y me concedo el tiempo de bañarme y se acabó. Uso un poco de tiempo para contestarle a mis amigas, que me dan lecciones de la gran amiga que nunca he sido para nadie. Porque he estado demasiado ocupada siendo pareja. Me he pasado cumpliendo con mis compromisos, cumpliendo con mis contratos, con mis promesas y mis sacramentos. Y ahora, ahora siento que le debo una explicación al mundo, de por qué estoy pasando por esto, mientras sólo me pregunto por qué no encuentro la fuerza para hacer lo que sé que tengo que hacer. Me pregunto por qué no veo esto como una sencilla disolución de un contrato. Dos personas voluntariamente contratan, se comprometen a ciertas cosas a cambio de otras. Se tiene el derecho de esperar cierta conducta de la otra persona y a cambio el deber de cumplir con lo pactado. Una de las partes viola las condiciones del contrato. No hace falta una maestría en responsabilidades contractuales para saber el resultado.
Por qué no dejo que por fin mi inteligencia me rija porque la he tenido subordinada y no ha sido muy efectivo.

Una vez me leyeron la mano y me dijeron que la línea de mi cabeza era casi infinita. ¿Casi? Como es obvio pregunté y la respuesta fue bastante obvia también: casi infinita, porque la línea del corazón te la pica por la mitad.

Entre mis múltiples métodos de autoayuda, está el engavetamiento hasta nuevo aviso de mi modestia, así que me disculpan. Soy una mujer inteligente, más inteligente que bonita, más inteligente que buena, más inteligente que lógica, más inteligente que práctica, más inteligente de lo que a veces quisiera ser. Porque espero y se espera más de una mujer inteligente. Es como un deber impuesto. Tienes inteligencia, pues tienes que usarla y dar el ejemplo. No hay excusa, tienes una preparación académica, tienes una profesión, tienes mundo y no dependes. Así que las decisiones que uno toma no se justifican por melodramas, por cultura, época, trauma de infancia, repetición de patrones aprendidos, co-dependencia y mucho menos por esa teoría ambivalente de lo que se supone que sea el amor.

No se justifica el aguante, el perdón ese vacío, el para toda la vida, no se justifica con ninguna idiosincrasia ni romana, católica ni apostólica, no se justifica que sea la institución medular de la sociedad, no se justifica. No se justifica que apueste mi salud mental a cambio de ese cuerpo hermoso al menos cinco horas al día.
No hay una excusa que me permita intentar algo ya intentado, experimentar algo que ha fallado en tantas veces aunque los que estuviesen mezclando los líquidos en las probetas no fuésemos nosotros. Si mezclas amarillo y azul y te da verde, mezclas amarillo y azul y da verde, mezclas azul y amarillo y da verde. El significado de la estupidez o de la locura sería pensar que a la cuarta vez por alguna extraña razón mezclarás pintura amarilla y pintura azul y obtendrás algún otro color del prisma que no sea verde.

Y quisiera tener la fuerza de decir que no quiero, que no me lo merezco, que no lo soporto, que un contrato es un contrato, que teníamos un acuerdo, que se rompieron las reglas, que eso de que siempre hay una segunda oportunidad se lo inventó un maldito reincidente. Quiero establecer el ejemplo lógico de que si un empleado, el empleado estrella de una compañía se roba $5 dólares del petty cash, hay que despedirlo. Aunque lleve 20 años trabajando para la compañía, porque quién nos garantiza que no había robado antes, quién nos garantiza que no lo volverá a hacer, quién nos garantiza que no robará cantidades aún mayores, quién nos garantiza que si no lo hubiésemos atrapado con las manos en la masa, jamás se hubiese arrepentido en su vida. Porque los seres humanos interactuamos mediante relaciones de poder. Somos animales que luchamos por las mismas cosas, territorio, reproducción, alimento, supervivencia. Y que ese animal/empleado estrella que se robó cinco tristes dólares, no va a decidir que después de ese momento nunca volverá a hacerlo, que aprendió su lección y que vivirá agradecido y será perpetuamente leal a esa compañía por esa concesión. No señores, ese empleado que se robó cinco dólares, aprendió una lección muy distinta. Sus actos no tuvieron consecuencias, lo cual se traduce en lenguaje simple: me salí con la mía.

Así funciona la corrupción, así funciona el narcotráfico, así funcionan los abusos de poder, así funcionan los matrimonios, así funcionan los niños, así funcionan las mascotas.

Como pueden ver mi repulsión a los libros de auto ayuda nada tienen que ver con un rechazo al contenido, es que mi propio carácter es incompatible con ciento veinticinco páginas de mensajes optimistas.

El otro día una amiga a quien amo, pero quien no tiene ni la menor idea de lo que estoy viviendo me lanzó una pregunta: ¿y cuál es tu plan de vida ahora? Plan de vida. Soy sagitario, tengo veinticuatro años, un bachillerato, un juris doctor recién comenzado, una deuda hipotecaria recién contraída, muchos más pasivos que activos, una perra (que viene con una deuda en el veterinario), un préstamo estudiantil que me llega dos veces al año y que estaré pagando toda la vida. Dejé mis pastillas anticonceptivas por las manchas en mi cerebro por lo que estoy atravesando una crisis hormonal encima de todo. Y el plan de vida que he tenido desde hace cinco años acaba de colapsar y no tenía seguro contra sucesos catastróficos porque siempre he creído que la industria de seguros completa vive del miedo de la gente y eso debería ser el verdadero mercado negro y mi amiga con mi misma edad pero con su corazón casi intacto me pregunta si me he preguntado qué quiero hacer con mi vida.
Pues tengo dos opciones y ninguna es viable.
Opción #1: Quiero cerrar los ojos y regresar hacia atrás (valga la redundancia necesaria) y con mis dedos mágicos borrar todo esto, donar unas cuantas neuronas y creerme que no pasó nada, que nada de esto es grave, que ni siquiera es real. Quiero seguir con el plan que tenía que me parecía maestro.
Opción #2: Quiero cerrar los ojos y aparecer en un sitio nuevo, con todas las posibilidades del mundo con mi nombre encima. Tratar de recordar algún suceso doloroso y trágico y tener una tabla rasa. Ser lo que era antes de ver lo que he visto.

Pero mi opción real es sobrevivir. Sobrevivir a fuerza de café, melatonina, alcohol y oraciones. Embarrarme los ojos de maquillaje. Esperar el préstamo, pintarme el pelo, ponerme lentes de contacto de algún color, broncearme, darme un Spa, rezarle a Dios que me hable, conseguir a alguien que me diga neutralmente y con sabiduría cuasi divina qué hacer, dónde depositar esta decepción degenerativa y dónde invertir estas cantidades absurdas de amor que ahora me sobran, me pesan y me lastiman cada vez que inhalo y exhalo. Seguiré con mi operativo de autoayuda, escuchar a Bebé cantar: hoy vas a ser la mujer, que te dé la gana de ser, hoy te vas a querer como nadie te ha sabido querer, hoy vas a mirar pa’lante que pa’tras ya te dolió bastante… la canto y la canto para creérmelo, la canto como un mantra que en algún momento se adherirá a mi subconsciente y me sanará.

jueves, 22 de enero de 2009

rota





Mi maestra me dijo un día, realmente nos dijo, pero por alguna razón cuando ella habla, si yo estoy en el perímetro, se siente como si se dirigiera a mí. Que había ocasiones donde el amor se rompía y se rompía tan violentamente, que si te quedabas quietecito y prestabas atención podía escucharlo romperse.

Mis caderas se salen de sitio, lo descubrí con la danza del vientre; suenan, el sonido viene justo antes del dolor. Un dolor intenso, una presión que no me permite moverme, casi siempre necesito la ayuda de otra persona para que la cadera vuelva a su lugar original. Hay gente que se estrilla las coyunturas, se halan los dedos hasta que truenen, se estiran la espalda hasta que produce un chasquido. Nunca he entendido esa costumbre tal vez porque lo asocio con el doloroso dislocarse de mis caderas. Cuando uno tiene una cosa, un objeto donde por alguna razón uno ha puesto cantidades industriales de afecto, ya sea porque alguien se lo regaló, porque lleva tiempo con uno, porque lo compró en un sitio lejano, porque costó mucho dinero o porque simplemente es hermoso, en el momento en que se rompe se convierte en la cosa más odiosa del mundo.

Un profesor nos dijo una vez que si alguien te rompía o te mutilaba tu libro favorito, no había por qué preocuparse, porque ya lo habías leído, lo tenías dentro de ti y nadie podía quitártelo. Que me quiten lo bailado dicen los gitanos. Es por eso que amo muy pocas cosas materiales. Soy torpe y despistada, suelo romper o perder las cosas, las que me importan y las que no también. Amo mi pasaporte, porque sin él no puedo salir. Amo la sortija de compromiso de mi abuela porque me recuerda las cosas que merezco y las que no quiero en mi vida. Amo mis zapatos Christian Lacroix, no sólo porque son satinados y tienen un enorme lazo rosa, no sólo porque si yo fuera unos zapatos sería esos, (me gustan las cosas que tienes que amar u odiar, que te obligan a tener alguna reacción hacia ellas) los amo porque costaban más de cuatroscientos dólares y los compré a treintaysiete con impuestos. El resto de los objetos que amo, casi todos están cubiertos de plumas y a estas alturas sabrán que tengo un fetiche con las plumas.

Ahora que lo pienso, crecer es romperse constante y continuamente. Las dos estrías que tengo en mis caderas son por el crecimiento acelerado e inoportuno de mis dimensiones. Cuando a uno le crecen los dientes, los colmillos, las muelas, los cordales, crecen rompiéndote las encías. Recuerdo cuando me empezaron a crecer los senos, tardé muchísimo y no crecieron mucho que digamos, pero por alguna razón dolían intensamente y por esa misma inexplicable razón todo codazo, bolazo, tropiezo, terminaba hundiéndose en mis brasielitos cuasi de juguete y el dolor era imposible.

Hoy amanecí rota. Por debajo de mis senos que ya no tienen excusas de dolerse.

Lo he intentado todo y no logro recomponerme. Ni siquiera Frank Sinatra logra rellenarme la rotura nueva que tengo. No lo escuché. Saben ese sonido, ese terrible sonido de las gomas de un carro chillar contra el pavimento que avisan el inminente estruendo de un choque catastrófico. No lo tuve. Me rompí sin previo aviso, sin notificación, sin avisos de inundaciones, sin cuidado con el escalón, sin cuidado resbala mojado, sin fuera de servicio, sin cuidado posibles derrumbes, sin cuidado posibles desplazamientos de terreno. Tuve todas las anteriores pero sin aviso: inundación, caída, resbalada, torcedura, rotura, derrumbre, entiéndase: desaparición absoluta del terreno. Ando derramándome por todos sitios, perdiendo, vaciándome, mientras camino. Todo lo que me encuentro se convierte en una lluvia de piedras. La gente que se ríe, los seres que se besan, las personas que comen con gusto, los locutores de radio, el profesor hablando de hipotecas, mi jefe preguntándome con su cara de ángel si estoy bien, la maldita grabadora que me repite sin piedad que mis calificaciones N O   E S T  A  N       D    I      S        P           O            N                  I                        B                                L                           E                             SSSSSSSSSSSSS, las fotos de Obama bailando con su mujer, el café que me regaló un socio del bufete, el guardia de seguridad deteniendo el elevador para que me monte, mi perra que me lame las piernas mientras escribo tratando de encontrarme la herida, todos me apalean sin piedad, todos me dan codazos donde me duele. Porque me duele en todos sitios, porque así son las hemorragias internas y uso el verbo más cursi del idioma español a falta de uno que me lastime los dedos mientras oprimo las teclas del teclado. Porque quisiera tatuarme cerca de los huesos para llorar rabiosamente y creerme que lloro porque la aguja y la tinta me rozan los nervios. Porque actúo masculinamente y pospongo el llanto, porque necesito ser productiva, necesito ser funcional y no puedo escribirle un cheque en blanco a mis tarjetas de crédito, a la hipoteca, al seguro del carro, al cable, al carro y decirles que me den una prórroga indefinida porque estoy ROTA y no puedo pensar, no puedo comer, no puedo respirar, no puedo facturar, no puedo escribir un puto cheque que no me recuerde que estoy lacerada, herida, mutilada, adolorida, dañada, destruida y rota más allá de posible reparación.

Y me sorprende lo fuerte que me ha hecho este boquete. Aparentemente es como cuando uno se pilla un dedo con una puerta, y la uña se pone violeta y el dedo, late, late y late, y si te haces un pequeñito orificio encima de la uña, experimentarás el dolor más atroz que un ser humano pueda sentir pero sólo por un segundo y luego de repente un alivio absurdo, casi mágico y por lo mismo imposible. En las películas aparece cuando alguien se disloca un brazo y cuando se lo acomodan la persona grita desgarradoramente, pero vuelve a caer en su lugar y cesa el dolor.

Todavía no me he autodiagnosticado, no sé si es una fractura, si tengo algo dislocado, si me rompí algo de verdad, o si me falta un órgano. Sólo sé que algo me falta, algo se rompió.  Y las cosas rotas nunca quedan iguales, se les sigue la pista de la pega, se rompen de nuevo a la menor provocación y mil veces peor que la primera. Y de pronto es una figura irreconocible, son trocitos de algo que ya no es. Necesito voluntarios, gente que me hale por mis cuatro extremidades, hasta que todo caiga en su lugar. No me voy a quejar, pero quiero agujerearme mis veinte uñas para ver si por alguna de ellas se escapa esta presión.

Aparentemente así es la vida, una noche te acuestas entera y la próxima mañana te levantas rota. Ya ven que tenía razón en tocarme el cuerpo al despertar, mi instinto no me falla, presentía que algún día al hacer inventario me pasaría algo así.

 

PS No me hagan preguntas: cualifican como codazos. 


jueves, 15 de enero de 2009

MANIÅTICA


Lo primero que me enseñó mi maestra fue que a la gente se le conoce por sus manías. Hasta entonces juraba que con preguntar fecha de nacimiento y calcular el signo zodiacal de la persona ya tenía media tarea hecha. Nosotros nos referimos a manías cuando hablamos de un patrón de comportamiento, pero por lo regular algo que no es lo normal. Sin embargo el diccionario nos lo define inclinándose más a la locura, a los delirios. Casi siempre que se le añade el –manía al final de una palabra es una “inclinación excesiva”, “impulso obsesivo”, “hábito patológico”.

Así empezó nuestro taller de cuentos. Aprendimos que la mejor manera de crear un personaje es a través de sus manías. Las manías de los personajes son las que nos hacen recordarlos. Y así: una mujer que nunca se le oyó cantar, otra que sus carcajadas espantaban a las palomas, un hombre que no pisa las líneas del suelo, otro que recita la Odisea cuando le hace el amor a una mujer, otra que le gustaba acostarse con sus amantes delante de su marido ciego, otra que le agarraba la mano al hijo para salirse con la suya. Manías, hábitos, costumbres, distinciones.

Así nos conocimos: por ahí empezamos a desnudarnos por primera vez. Yo tenía muy pocas manías en ese entonces. No soportaba ver migajas de pan en el recipiente de la mantequilla, recogía las cosas del suelo con los dedos de los pies, y me tocaba todo el cuerpo por las mañanas. Todavía mantengo esas tres y he acumulado muchas más. Recuerdo las más llamativas, una compañera ponía las cosas en orden alfabético cuando se enfadaba, incluso encima del escritorio: bolígrafo, cinta adhesiva, grapadora, lápiz, regla, teléfono, etc. A otra le gustaba caminar en ropa interior por la casa, cuando las cortinas estaban abiertas. Otra se ponía un rollo de papel de inodoro entre las piernas, incluso nos confesó que en ese preciso momento tenía uno mientras nos hablaba. Algunos les gustaba robar en las farmacias, otros en tiendas por departamento, y muchas otras las he olvidado. Quizás porque yo también las tenía y no me parecieron tan raras.

Casi siempre la otra gente, es la que le señala a uno cuán maniático es. No puedo ver un maniquí sin ropa en las tiendas, los visto casi compulsivamente. Cuando veo a la gente caminando y tienen la etiqueta de la ropa por fuera se las quiero arreglar. No hablo de cosas importantes antes de desayunar, no veo noticias antes de dormir. Huelo los platos y los vasos cuando los friego. Sólo bebo cerveza directamente de la botella. Me combino la ropa interior con lo que me pongo encima, rezo una novena al Divino Niño sólo cuando lo amerita la ocasión, como por ejemplo cuando me voy a montar en un avión. Imprimo casi cinco confirmaciones de vuelo cuando voy a viajar. Miro el libro de cocina aunque ya domine lo que voy a hacer. Sólo como palomitas de maíz cuando en el mismo bocado incluyo chocolate. No pido cosas en los restaurantes que yo misma pueda cocinar. Hago todo lo posible por no repetir combinaciones de ropa. No soporto verle un pelo a alguien en la cara o en la ropa. Siempre cocino como si toda las generaciones de los Buendía vinieran a comer a mi casa. Le pongo la alarma al carro al menos tres veces cada vez que me bajo. No uso velvet, no combino el negro con el marrón, no me combino la sombra de los ojos con la ropa, por lo regular evito el charol, con la excepcion de despedida de año no me pinto las uñas ni los labios de rojo y probablemente la gente que me conoce podrá mencionar un centenar más de manías que a mí por ser mías se me escapan.

Tengo una amiga que se va del sitio donde está si alguien estornuda o tose sin taparse la boca. Tengo otra que cuando se lava las manos en un baño público espera a que otra persona abra la puerta para no tener que tocarla. Otra amiga te pregunta si tienes herpes antes de prestarte un lapiz labial. Conozco hombres que siempre se ponen camisillas bajo las camisas. Otros que hacen ruidos extraños cuando comen los alimentos que no requieren ningún tipo de estruendo tales como: gelatina, sopa, huevo, frutas enlatadas. Del hombre al que más manías le conozco no voy a mencionar ninguna, porque vivo con un virgo así que las manías virgonianas me tomarían un blog completo.

Me pregunto qué dicen mis manías de mí. Creo que algunas mienten un poco: por la cuestión de vestir los maniquíes parecería que soy pudorosa o que le tengo aversión a la desnudez (todo lo contrario), mi manía con los pelos y las etiquetas, tal vez diría que soy cuidadosa y pulcra, (tampoco).

Resumo el resto en el orden correspondiente: detesto la putrefacción y no quiero restos de comida en mi comida, soy vaga y poco atlética y por eso recojo todo con mis pies (o tal vez pienso que de algo me tenían que servir unos dedos tan feos), quiero saber por las mañanas que mi cuerpo está completo, hasta que no desayuno no estoy lista para lidiar con nada, no veo noticias porque sueño con lo que me impresiona, soy una terrible ama de casa y dudo hasta de mi capacidad de fregar, estoy orgullosa de la marca de cerveza que bebo, me parece un desperdicio usar un vaso plástico para eso u hacer que alguien friegue un vaso de un líquido que está hermosamente situado en una botella creada para él, soy torpe así que las probabilidades de que muestre mi ropa interior cuando me agacho, me siento, subo escaleras es inmensa, así que me combino y no es tan escandaloso. No rezo suficiente y el Divino Niño me concede las cosas el 99.99% de las ocasiones que recurro a él y no quiero gastar mis chances. Una vez me dejo un avión y estoy traumatizada y me juré que no me volvería a pasar en la vida. Lo del libro de cocina responde a lo mismo: baja autoestima casera. Me encanta tanto el dulce que lo salado sólo me parece que tiene sentido acompañado de lo dulce (por eso como galletas dulces en la playa), no pago por algo que yo puedo hacer y modestia aparte probablemente mejor y luego estoy dispuesta a pagar casi cualquier precio por algo que no tengo la menor idea de cómo se hace. Soy superficial y antes tenía mucha más ropa que ahora y me podía dar el lujo sin esfuerzo de no repetir, dicen que en los pelos están los pensamientos de la gente y no deben andar por ahí sueltos (es un peligro), siempre he tenido el estómago de un camionero de seis pies y trescientas libras, el hambre me pone de mal humor, le temo a la escasez y cocino como si todo el mundo padeciera de los mismo que yo. Es el primer carro que pago, se llama Gabo, es el único que tenemos, vivo en una isla donde la criminalidad cae casi en la categoría de ciencia ficción y soy despistada así que siempre pienso que no he puesto la alarma aún, el velvet se parece demasiado al material con el que forran los ataúdes por dentro, mi mamá siempre me dijo que el marrón y el negro no combinaban y aún no lo he podido superar, no uso sombras del color de la ropa porque sencillamente Stacy and Clinton de What Not to Wear me dijeron que no, lo del rojo y el charol responden a que tengo facciones y volúmenes que tiene la inclinación a rayar en lo vulgar y gracias a todas las “latinas” de Hollywood puedo ser malinterpretada con facilidad (también trato de usar “animal print” en pequeñas cantidades: blusas y zapatos aunque me encantan por la misma razón) y escribo sin puntos ni comas porque pienso demasiado rápido, más rápido que 70 palabras por minuto y si pongo un punto pierdo una idea.

Mi maestra leía mis escritos y se quedaba sin respiración, tengo la manía de no hacer pausas, ni escribiendo, ni hablando, ni pensando, ni viviendo; qué dirá eso de mí?