viernes, 15 de noviembre de 2013

Mudanza




Anoche dormí por primera vez en mi nueva casa. Mi octava casa en poco menos de 10 años. Para ponerlo en perspectiva, mis perros cumplirán 5 años en marzo y han vivido: en una casa en el medio de la nada en Carraízo, en un baño de la casa donde me críe, en el área del pasillo y la cocina de un piso en Villa Panty, en la mitad de un apartamento (casi estudio) en la Placita de Santurce, el cual cerqué absurdamente en el mismo medio como si fuese un gallinero, y en un balcón bastante grande en Miramar. Ayer jueves, puse su casita en el medio de una terraza inmensa y de primera intención no se atrevían a salir. Asomaban los hocicos incrédulos, como si tanto espacio tuviese que ser una trampa. El síndrome de José Arcadio amarrado al árbol, que una vez lo desamarran, la soga es lo de menos. Uno echa raíces, lo quiera o no.
Tengo unas plantitas en casa que de alguna extraña manera han sobrevivido, siguen creciendo, comiéndose su propia tierra. Los tiestos se les han quedado pequeñitos, como si requirieran más tierra, espacios más amplios, no sólo agua, cáscaras de huevo y borra de café. Dicen que si pones una plantita en una caja con un boquetito, crecerá en dirección a la luz, buscándola. Pero no sabía que había que cambiarlas de tiesto, que las raíces crecen, no sólo las ramas, y si se les queda pequeño el espacio se comen la tierra e inevitablemente la secan, se secan.


Habría entonces que devolverlas a la tierra, para que se estiren, se alimenten de lo que fueron y se propaguen. El recao no crece si no es en un tiesto largo me contaron, las semillitas vuelan a otros lados pero la planta se queda estéril, imposibilitada de ser generosa.
Estoy acostumbrada a las cosas temporales. Llevo un año con unas cortinas que no combinan que están ahí puramente para que no entre tanto la luz y para que mis vecinos no me vean sin ropa día tras día. Mi retrovisor fue accidentado hace 6 meses y ya va por la segunda tanda de cinta adhesiva. No he comprado un solo objeto de decoración, un juego de sábanas que me guste, una vajilla decente desde hace más de 7 años porque todo siempre me ha parecido transitorio, con fecha de expiración, temporal. Siempre han habido bolsas que he botado sin abrir después de meses, cajas que se han mudado de casa en casa sin ser nunca reabiertas. Es como si llevara acampando casi una década. Como si me hubiese puesto un pañuelo en la cabeza y me hubiese unido a los gitanos. Pero la realidad es que no ha sido así, no me volví nómada por convicción, mucho menos por rebeldía. Las tantas mudanzas se sienten más como huidas que como viajes. Me siento más fugitiva que viajera, más vagabunda que turista. 


Será que hace unos años me quedé sin raíces. Perdimos la casa donde crecimos o quizás nos la quitaron. Poco importa en realidad. La fuerza de los verbos no está en quien ejercita la acción, es más bien en quién recae, quien la recibe. Esa casa, como la conocíamos, ya no existe, le pusieron colores que nunca le hubiésemos puesto, unas puyas en la parte de arriba de la pared, para nosotros desapareció. La casa y sus alrededores, la casa y cualquier ruta que la cruce, ya no hay atajos que la incluyan, la borramos del mapa, de nuestro mapa. Así que no tengo toco palo. No tengo esa casa a donde regresar y estirarme y alimentarme de lo que fui. Mi hogar lo llevo conmigo, y lo voy regando en mis casas, en mis ex apartamentos, en los espacios en donde gocé y lloré, desempaqué, viví, empaqué y me fui.

Mi collar favorito lo compré en el Festival de Claridad del año pasado, es de metal y tiene tallado: “soy adicta al movimiento”. Quizás porque concibo el movimiento como baile, viaje, actividad, emoción. Si algo se mueve, en mi imaginario, es porque está vivo. Sin embargo el concepto de mudarme, a estas alturas del partido me causa pavor. La palabra mudarse viene de mutar, de cambiar, de moverse. Las serpientes mudan la piel, los pájaros las plumas y es como si se reconstruyeran, casi casi como si se rehicieran. El otro día leí que “El guaraguao dura 70 años. A los 40 muda su plumaje, uñas y vive 30 años más”. Quizás por vivir en una isla sin estaciones, el cambio se nos vuelve una cosa demasiado ajena. Celebro el mínimo cambio, los nuevos lunares que en realidad son pecas, celebro que las noches se pongan un poco más frescas, un poco más largas. Nací en noviembre por lo que amo el otoño, cómo cambian los colores de las hojas, cómo se desnudan las ramas poco a poco, la cuestión esta de la seducción.


Pero uno se va diluyendo en las mudanzas, va dejando rastros de quien uno es en cajas y papeles de periódico, en la cristalería que infaliblemente se desbaratará y en las cosas que desparecen, porque cada mudanza tiene su propio triángulo de las Bermudas y hay cosas que sencillamente se desvanecen cada vez que cambio de dirección. Y me da pánico pensar que estoy esparcida en 7 casas, que no sólo hay pares de pantallas que nunca recuperaré sino fragmentos de lo que pude haber sido.

Las mudanzas te dejan extenuado, vapuleado, adolorido y en lo personal me dejan derrotada. Es como si una vez más no hubiese logrado que funcionara. Porque mis casas se convierten en mis ex casas, ese ex que denota que está afuera, que está en el pasado, que se habla de algo que fue y sencillamente dejó de serlo. Y yo no soy amiga de mis exes. Cambio mis direcciones, mis estados de cuenta, mis tarjetas de crédito, transfiero el agua, transfiero la luz y cada vez que voy al dentista, al oftalmólogo, al ginecólogo y le tengo que decir que no, que esa ya no es mi dirección, que cambié de casa otra vez, me da un poco de vergüenza, como cuando estás intentando salvar vidas donando sangre y te hacen miles preguntas de tus antiguos compañeros sexuales para saber si tu sangre es transferible como las deudas de energía eléctrica y de acueductos y alcantarillados.

Mis mudanzas son evidencia fehaciente de mi inconstancia, son un registro de mis inestabilidades, un diario de mis inconsecuencias.
Es cierto que muchas de esas mudanzas están sujetas a cambios ajenos a mi voluntad, pero también es cierto que de alguna forma u otra he consentido. No he bajado el último update de mi celular porque me encantan los cambios pero los cambios que yo decido, no los que me imponen. Y me he mudado 7 veces en los últimos ocho años y estoy exhausta.

Mi octava casa está cerquita de la difunta casa de mi niñez. Mi octava casa tiene ventanas de guillotina como mi primer apartamento de soltera. Mi octava casa tiene una terraza inmensa para mis perritos. Le sobra la luz y tiene aire acondicionado. Tiene ice maker y calentador de línea. Esta casa no parece un refugio, no tiene ambiente de escala, no huele a limbo. Tiene un aire de permanencia, y eso me aterra. Asomo el hocico incrédula, presiento la trampa. Tendrá que ver con que la última vez que me permití echar raíces me arrancaron medio tronco. 


Pero en mi octava casa hay una luz que viene siguiéndome desde mi sexta casa, como quien no quiere la cosa. He intentado escabullirme pero ahora echo raíces aéreas, tipo mangle, de esas que se enredan y forman barreras para que nadie entre. Pero en ellas viven peces y moluscos de colores. Las raíces siempre se salen con la suya, aparentemente, la luz también.

 


 

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