martes, 31 de mayo de 2011

Turulete



Mi abuela era tan y tan fuerte que luchó cuerpo a cuerpo con un cáncer y salió ella victoriosa. A mi abuela no se la llevó la muerte, a mi abuela la venció el olvido. Ay abuela, ahora me doy cuenta de que no me sale llorarte, porque llevo una década llorando tu partida, llorando tu ausencia presente, tu presencia tan perdida.

Abuela si me vieras que siempre ando de luto, tan linda y tan viudita como me decías tú, que no me parezco a ti, en casi nada, en tu pasión absurda por los animales quizá, en hablarle a los perros como si fuesen gente, en tenerle más compasión, más ternura, en que se me hacen más fáciles las caricias a los perros que a la gente.

Recuerdo verme felina restregándome contra ti, mientras me mecías cantándome turulete, recuerdo mirarte a través del balcón mientras le ponías azúcar a las reinitas en galones de agua cortados, reciclados por ti. Nunca dejaba de asombrarme tu consideración tan anacrónica, cortando las ramas de los árboles en medidas iguales y amarrándolas con cintas de tela para que los basureros no se cortaran, congelando la basura para que la calle no apestara.

Te veo echándole agua a las trinitarias, a las Cruz de Marta, a las rosas silvestres, al palo de acerolas, intentando salvar al árbol de grosellas que por más que luchaste se lo comió una cosa blanca que se quedó con todo, como luego te hizo el olvido.

Me parece verte echándole migas de pan a los lagartijos y a las iguanas. Tratando a tu madre de usted mientras ella tan sólo refunfuñaba. Dibujándonos, cocinándonos, engulléndonos, regañándonos. Amenazándonos constantemente con lavarnos la boca con jabón por boquisucios. Sabrá Dios a quien habré salido porque mi abuela se persignaba hasta si se le zafaba un coño, tenía un Ave María purísima siempre en la punta de la lengua. Si se reía demasiado le daban ataques de asma, lloraba si nos regañaban, se ofendía y se encerraba en el cuarto las poquísimas veces que nos pegaban a Eduardito y a mí. Veía novelas y juegos de tenis. Nos decía que dijéramos la verdad hasta a punta de pistola. Por lo mismo no sabía guardar secretos, porque la omisión se le hacía demasiado parecida a la mentira y por eso dañaba todas y cada una de las sorpresas. Todo lo cocinaba rico, todo lo cocía perfecto.

Perdonaba y perdonaba, hasta 70 veces siete, una capricorniana que perdonaba, un desliz de la astrología. Pero no pudo coserme mi traje de novia y estoy segura de que eso, si se dio cuenta, no se lo perdonó a la vida. Tenía una fe implacable, envidiable, inquebrantable. Dios prueba a sus favoritos decía con toda seguridad. “Nena, a Dios no se le cuestiona” -me decía y confieso que en todas esas épocas en que la macacoa se ha ensañado conmigo, me lo repito con su voz en la cabeza, Dios prueba a sus favoritos, Dios prueba a sus favoritos, Dios prueba a sus favoritos, como un mantra que me hace creerme que nosotras estamos en el Top 10 de su listita.

Amaba a Juan Gabriel, a Marc Anthony, a Ednita Nazario, a su pollo Chucho Avellanet. Hacía el mejor dulce de grosellas sobre la faz de la tierra. Calculaba la compra en su cabeza y no fallaba ni por un centavo. Las mejores cremas, las mejores trenzas, los teces para cada ocasión, todas las supersticiones, las sombrillas abiertas dentro de la casa, la escoba detrás de la puerta, un beso al pan antes de tirarlo, mariposas negras, uvas de año viejo, el cubo de agua hacia fuera de la casa a las 12 para que se fuera lo malo. Más popular que Cuchín, más Muñocista que la mujer de Muñoz y toda su descendencia. Más católica que la reina Isabel. Más integra y recta, que feliz.

Más madre que mujer, más abuela que madre, más nuestra que suya. Ay abuela, con los dedos cruzados, velas prendidas y todos los salmos y rosarios que me enseñaste a memorizar, espero que por fin haya llegado tu turno. Que te rías sin ahogarte, que goces sin sentir culpa, que nos mires satisfecha, que puedas rememorar, que se te haya curado el olvido, que nos recuerdes, pero sólo lo bonito.





viernes, 13 de mayo de 2011

"¿Qué tiene que ver el culo con la primavera?" -Mi Abuela




Vivo en un país sin estaciones. Tengo que achacarle mis cambios a las hormonas, a la luna, a mi dieta, a mis horas de sueño, a mi falta de roce, a los tránsitos planetarios, a las resacas, a la ineficiencia gubernamental, a la mediocridad de mi institución bancaria y al perenne tapón insular. Pero la realidad es que mi cuerpo cambia, se siente más solo con el frío del invierno que no tenemos, me vuelvo más ilusa con la mera ilusión de primavera que se ve en uno que otro árbol, la piel me pide playa cuando llega junio aunque el sol sea el mismo casi 10 de los 12 meses del año y el otoño me destroza y siento que se me caen los cantos a falta de hojas. Los cambios son mis malas costumbres, mi rutina es el caos, mis principios son meras continuaciones de finales incompletos, son simulaciones de abandonar una estabilidad que nunca he alcanzado quizá porque sencillamente no me cabe en el carácter.


Y siempre le he encontrado el encanto a los principios, a las primeras veces, quizá tenga que ver con que le tengo más miedo a la vejez que a la muerte (igual que le tengo más pavor a la lactancia que a los partos). Hacer algo por primera vez siempre me hace sentir que soy joven, porque he logrado convencerme de que mientras haya estrenos me queda juventud. Quizá por eso no quiero repetir viajes, por eso celebro los primeros besos, los domingos, los primeros días del mes, los primeros polvos, la primera marca, los sabores recién descubiertos, quizá por eso cambio compulsivamente los perfumes y los mezclo con otras cosas como un fútil intento de conservar algún tipo de frescura en cómo huelo, tal vez porque mi novela favorita es El Amor en Los tiempos del Cólera y la imagen de dos viejitos amándose siempre me trae a la mente un olor a guardado, a madera rancia. Y quizá esa pasión por la novedad me ha hecho una desarraigada de la vida. Quizá por eso mi vidente me dice que ora y ora por mi estabilidad, y la vida quiere dármela pero yo me resisto y lucho bestial y brutalmente contra ella.


Siempre he tenido la virtud o la maldición del desapego, desapego de casi todo, de las cosas, de los lugares, del país, de los planes hechos, de las fechas, del dinero, del crédito, de los calendarios, por lo que el cambio suelo verlo como un mero engaño al aburrimiento, el antídoto a la monotonía que sagitariana al fin repudio con todo. La cosa es que mi desapego a ciertas cosas es matemáticamente proporcional a mi apego a otras. Tengo una afición a los espacios, a las palabras, a las cartas, a los mensajes, a lo dicho, a lo hecho, a la nostalgia, a los cuerpos, a los sabores, a cuestiones sensoriales.


Y mayo es siempre la graduación de mis estaciones de mentiras, la revolución de mis apegos. Mayo es mi primavera esa de escaparate que me imagino cuando veo las flores que se lanzan de los árboles y caen en el patio de la escuela de Derecho y en los cristales de mi carro. Ver el techo lleno de flores rosadas en vez de mierda de pájaro y otras maravillas que me hacen olvidar que estoy pillada en una isla inmutable. Porque este país da la sensación que se mueve, pero es como cuando uno está estacionado y el automóvil de al lado se mueve y uno tiene la falsa impresión de que uno es el que cambia de lugar, pero es sólo eso, la ilusión de movimiento, la proyección de que el otro se mueve, mientras uno se queda inmóvil mirando el mundo moverse cual carrusel de centro comercial.

Y todo ha cambiado tanto de repente, o quizás lleva tiempo arrancando pero como a veces paso de bregar con las cosas por falta de ánimo o de paciencia o de tiempo o de preocupación o de apego y preocupación básica de personas medianamente adultas y responsables. Quizá porque tardo en digerir aquellos cambios que no decido y los comienzos que no controlo, termino dándome cuenta de todo de sopetón, como si llevara 5 meses anestesiada, corriendo de la casa al trabajo, del trabajo a la universidad y de la universidad a la cena y de la cena a la bebe lata y de la bebe lata a la cama y así sucesivamente durante 31 días de enero, 28 días de febrero, 31 días de marzo, 30 días de abril y de repente mayo me jamaqueó como una buena resaca acumulativa.














Y mayo me cogió siendo ya tía, y de pronto el hombre que más amo en el mundo, el único ser que comparte mi sitio en el universo, mi sangre, mi DNA, mis padres, mi crianza, mis traumas de infancia y mi vil sentido del humor; es un papá. Y de pronto hay un montoncito de vida de apenas 7 libras que me revuelca la razón y me inunda de estrógeno y hace que me arda la maternidad chueca con la que cargo, y siento que muero de una sobredosis de oxitocinas y de pronto entiendo a las mujeres que no quieren hacer más nada que mirar a su bebé, porque coño, no había nada y de pronto salió vida y para mirarse uno el ombligo mejor mirarle el ombligo a una extensión de vida, a un proyecto grande, a quizás la única posibilidad real de carne y hueso de sublimarse uno y me impresiona sobremanera que no se paralicen del miedo porque yo estaría mirándola y lagrimeando y llorando cada vez que llora y cronometrando las respiraciones y llevando una agenda de sus cagadas y sus meadas y sus hambrunas y sus rabietas, contándole las líneas de las manos, oliéndole los dedos y buscando en internet nanas en idiomas imposibles para saber callarle el canto en 17 idiomas y dialectos indígenas. Pero no puedo hacerlo y tengo que recordarme constante y consistentemente todas las cosas que no me tocan. Me obligo a repasar a diario cuál es mi lugar, no llamar todos los días, no hostigar a los padres, no acampar en el estacionamiento de su nuevo nidito, dejar el teléfono prendido todo el tiempo por si me necesitaran, ignorando que no soy uno de los primeros cinco números que marcarían de necesitarlo. Pero lo hago tranquila, veterana de guerra, superviviente casi cuerda porque yo sí sé amar de esta manera, sé amar hasta cierto punto, sé morderme la lengua, fui madrastra seis años, me siento cómoda y sabia con los amores contenidos, sé amar con una distancia marcada por una cinta métrica que no es la mía, me aterra, pero he asumido que envejeceré experta en amar lo que no me pertenece. Y no puedo hablarle, ni decirle que la amo, ni puedo escribirle versos, ni una entrada de blog, porque sencillamente siento que me falta la respiración cada vez que intento si quiera rozar el tema. Pero cada vez que digo “vale” en vez de “okei”, hago una pequeña oración a Dios, haciendo así una pausa en el tiempo que nos estamos dando (Dios y yo, no sean impropios, no hagan preguntas). No olvido que mi vidente una vez me dijo: “cuando tu pareja te pida tiempo, regálale un reloj y que se lo meta por donde le quepa, porque el que no sabe quererte desde tu propia cama, mucho menos va a quererte de lejitos”, y me imagino que eso estará pensando Dios de mí y de seguro se ríe cada vez que alguien me dice: “te veo allí a las 9” y yo digo: “Vale”, con V mayúscula de Valeria y acto seguido en mi mente: “Dios la cuide”.



Y me llamó mi casera hace un mes a decirme que había vendido mi apartamento y le dije que estaba bien, que le devolvía la llamada. Me levanté de mi escritorio, me metí al baño, me quité mis pulseras, mis sortijas, mis pantallas, me amarré el pelo, me quité los zapatos, me senté en el piso y me eché a llorar, me empolvé el pecho porque de un tiempo para acá se me llena el pecho de ronchitas rojas cada vez que me agito, (padecimientos de casi treintona serán) e almorcé 2 cervezas y estuve 2 semanas en shock sin buscar apartamento, hasta que un compañero de trabajo me dijo: “pero tú estás buscando apartamento o estás pendejeando?” Y como yo sólo me conmuevo y aprendo con cierto grado de violencia, ese sábado fui a ver 7 apartamentos. Escogí uno, busqué informes de créditos, sentencias de divorcio, cartas de recomendación, certificaciones de empleo, talonarios y firmé contrato. Con el mismo pánico que siempre firmo casi cualquier cosa menos los recibos de mis excesivas cenas y bebe latas. Así que tuve que mudarme. Me mudé. Mi sexta casa en 26 años, para ser exactos en 8 años, 5 mudanzas; nómada me dijeron el otro día. Y vaciar ese espacio fue vaciarme, fue revolcar mis fantasmas. Mis fantasmas vivos y muertos, mis miedos nuevos, mis fobias superadas, mis amores perdidos, mis amantes inventados. Y lloré mientras envolvía en papel de periódico las tazas. Ajá, tazas de café comunes y corrientes, descubrí que tengo 4 platos y 17 tazas de café, 3 vasos y 23 copas de Martini. Y fue como dicen que es morirse, porque en cada cosa que guardaba, cada vez que el espacio se iba vaciando fui viendo esos casi dos años de mi vida donde viví sola por primera vez. Ese tiempo donde me volví adulta y regresé a la adolescencia a la mismísima vez, esas paredes, ese piso donde deliciosamente me equivoqué tantas veces. Y mi madre me preguntaba que de qué barbaridades estaría yo acordándome que me reía sola. Me despedí de mis visitantes de carne y hueso que hace meses se habían ido y de mis inquilinos espectrales que se han negado a salir. Toda nostálgica tomando fotos y recitando mantras bajito, pude ver el apartamento totalmente vacío, y decirle al espacio sin que nada me quedara por dentro: “en ti fui feliz”, esa delicadeza que nadie tuvo conmigo.


Quería golpear a la nueva dueña de lo que fue mi hogar cuando tuve que entregarle las llaves. Dos semanas después, todavía le tengo miedo a vaciar las cajas, rebuscar las bolsas negras que tengo sobre el piso de tabloncillos con el siempre soñé. La mitad de mis 26 años está guardada en cartón y plástico. Y por si eso fuera poco en mi trabajo tuvieron la deferencia de darme una oficina. Un espacio vacío prácticamente completo para mí. Sufrí un ataque de pánico. Me levanté de mi escritorio, me metí al baño, me quité mis pulseras, mis sortijas, mis pantallas, me amarré el pelo, me quité los zapatos, me senté en el piso y me eché a llorar, no me tapé las ronchas rojas porque esa era la única forma en la que me pensaba quejar. Mi primer jefe me enseñó que no hay nada peor que una persona malagradecida. Un gurú es un gurú. Me llevaron a almorzar para alegrarme y nada. Me revolqué la tristeza por dos días como mejor lo hago, a pura música y una amiga me decía, total, seguro que estás al menos de 12 losetas de donde estabas. Y es cierto, pero las distancias se miden de otras formas y las razones no son cuadradas. Para mí, la oficina era una extensión de mi soledad. Propagar mi aislamiento a las únicas horas de mi día donde soy parte de alguna especie de comunidad. La vida te frota en la nariz lo que necesitas superar.













Cuando vivía en Salamanca una tarde salí a caminar y había pelusitas por todo el aire. Parecía que se había abierto un camión de algodón. Yo andaba tropezando con la gente, fascinada con aquellas plumitas que inundaban la ciudad. Nadie más se inmutaba, uno que otro español se frotaba la nariz con su pañuelo. Llegué a una oficina y le pregunté al señor de las copias, “usté me disculpa, pero ¿qué son esas cositas que están flotando en el aire?”. El señor me preguntó que de qué hablaba y yo me dije a mí misma que conforme a los pronósticos de mi madre, finalmente, había enloquecido. Entonces el señor se echó a reir y me dijo: “¿Tú no eres de acá, no?”. Yo con cara de espanto moví la cara diciendo que no, que obviamente que no, que me sentía la jíbara más jíbara del universo, y me dijo: “Joer, eso es la primavera.”

Tan solo me queda prender velas y cruzar dedos y rezar de vez en cuando para que todos estos cambios me llenen de flores rosadas y de plumitas blancas en vez de mierda de pájaro. Quizás cuando se acabe mayo pueda decirme a mí misma, insertando la mala palabra de mi predilección: “era la primavera.”