sábado, 9 de diciembre de 2017

viernes, 13 de octubre de 2017

De dolores y sus categorías



Han pasado 3 semanas desde que nos acuartelamos en un pasillo mi no tan nuevo cónyuge, mis dos perros y yo. Apenas un mes del rugido aquel que se metía con violencia por puertas y ventanas. Un rugido largo y persistente que nos atormentó por horas y horas. Un rugido que fue seguido por un profundo y desolador silencio. Un silencio que fue rellenado por una emisora am. Una emisora am que solo narraba malas noticias. Malas noticias que venían de voces de jóvenes y ancianos que no sabían en dónde estaba su tía, su primo, su nieto, su abuela. Gente que lloraba por sus familiares sordomudos, ciegos, en sillas de rueda, seres que suplicaban que se reportaran los que vivían cerca del mar, al lado del río, al pie de una montaña. Entonces la saña del viento fue sustituida por el cruel zumbido de la incertidumbre. Dicen que en 21 días cualquier cosa que hagas se convierte en costumbre, en parte de ti. Creo que por eso esta semana nos estamos empezando a dar cuenta de que esto nos pasó.

Yo viví casi 4 años con mi no tan nuevo cónyuge antes de casarme y logré crear la fantasía de que no iba al baño, de que era una princesa o un perfecto robot. Ahora tengo que anunciar los propósitos de la visita, si me encierro, si uso el inodoro, si tengo que descargar el tanque, así que poco a poco he ido superando la humillación. De la misma manera en la que me he ido haciendo a la idea de que estoy en un camping de esos que nunca me han gustado, pero no un camping de wikén y vista al mar, un camping indefinido, entre paredes de cemento y hormigón, sin brisa de agua salá que refresque, sin la chulería esa de simulacro de vacación. 

Me fui de viaje 2 semanas y desperté en 5 ciudades distintas. Se me hace sencillo acostumbrarme al cambio, y a los buenos cambios ni se diga, así que cuando amanecí sudada, acalorada, con el sol violándome los párpados, pensé que era una nueva ciudad, pero no, abrí los ojos en mi casa, para ser exactos en mi sala, ya que bajamos el colchón al piso porque el calor del cuarto es infernal desde que pasó. Desperté en mi país, la isla que siempre me ha dado trabajo querer, hubiese querido que fuese un mal sueño, pero olía a basura, a bolsas que llevaban 11 días en los zafacones. A inodoros que se bajan cada 3 o 4 meadas, a cuerpos que se bañan con cubitos, a ollas que se lavan con cantidades mínimas de agua y jabón, a una nevera de playa que tenía mantequilla, leche, queso y jamón y se quedó sin hielo, sin frío y con un profundo olor a putrefacción. Sin embargo, no podemos desecharla, cualquier líquido es combustible de descargue. Tomé un taller de guiones de cine hace años con un profesor que contaba que por pura manía convertida en ritual, bajaba el inodoro antes de bañarse, que la generación que le precedía, le había aniquilado la posibilidad de sexo sin condón, así que él botaba agua sin cargos de conciencia, de 3 a 7 galones para ser exactos, porque el sonido del inodoro le relajaba, le causaba una extraña sensación de clausura y por ende, satisfacción. Me pregunto si hoy echará los cubos de agua de lluvia recogida dentro del tazón del inodoro, por aquello de preservar algún tipo de normalidad después de lo que nos pasó.


Creo que es importante decirlo, creo que es necesario escribirlo, esto nos pasó, nos pasó a nosotros, no fue a un país al otro lado del mundo, no fue en una nación en guerra de nombre impronunciable, no fue en una de las islitas que los huracanes tienen como saco de boxeo por la última década. Le pasó al Estado Libre Asociado de Puerto Rico, le pasó a Borinquen, a la isla bendecida. Una isla que ahora parece prendida en fuego, no pareciera que los vientos la desnudaron, parece que le prendieron fuego y se consumió hasta la mismísima raíz. Se siente y se ve como lo que es, un campo minado cuidadosamente compuesto por las desesperaciones e irritaciones de todo el que te rodea, ya sea porque la planta se quedó sin diesel o porque no tienes insulina para tu viejo o para el nuevo miembro de la familia. El mapa entero es un canvas en blanco para la ansiedad. Lo que queda de isla es un espacio para desarrollar paranoias, complots, para construir los escenarios más catastróficos cuando no consigues comunicarte con alguien y lo peor es que en este registro de comunicaciones rotas, interrumpidas o inexistentes, todos los panoramas fatalistas, suenan lógicos y tristemente posibles.

Ya nos parece natural hacer filas de tiempo completo, pasar 8 horas para conseguir gasolina, para retirar efectivo, para que nos vendan dos bolsitas de hielo. Hemos perdido la noción de la normalidad. Lo relativo de la longitud de las filas, es solo un ángulo, si ves que hay 45 personas en la ATH, o apenas 72 carros antes de ti, la fila no está mal. Hace un mes, si veías 3 personas antes de ti esperando para retirar dinero, te ibas. Es más, ¿para qué necesitábamos el efectivo de todos modos?

Ahora hay una nueva ética para todo, una nueva forma de saludar, de sonreír, como con pena, “mano cómo estás” y siempre acompañarlo de un “dentro de…” Hay un nuevo estándar de pérdida, si al preguntar cómo estás, la respuesta solo incluye: se me inundó la casa, el carro no prende, perdí la terraza, la mitad de los muebles, la respuesta correcta y aceptable es: Gracias a Dios, estamos vivos.

He intentado montarme en la ola del agradecimiento, del optimismo, de la resiliencia, de la empatía y la solidaridad. Y aunque es lindo pensar que ahora la orden del día es que yo te traigo una libra de pan, o compartimos las dos bolsas de hielo por las que alguien hizo 5 horas de fila y llegan semi derretidas, que hacer una olla de arroz con salchicha o un sancocho en el parking o en la marquesina y repartirlo, suena a que hemos aprendido a vivir en comunidad, yo no me lo creo. Me alegra que ahora seamos un país de mindfulness, que de pronto no nos sintamos superiores a la gente de otros países y de los mismos compatriotras, cuya realidad siempre ha sido este arroz con culo que tenemos la fe de que sea una situación temporera al menos para los más privilegiados. Pero me da muchísima vergüenza pensar que un huracán tenía que partirnos por el mismo medio para abrir los ojos y despertarnos la humanidad. La capacidad de conmovernos por el sufrimiento ajeno, la habilidad de imaginarnos cómo siente el otro, la sensibilidad de tolerar y no juzgar porque realmente el que está de frente puede estar pasando el peor día de su vida o puede estar al borde de una crisis nerviosa, no se supone que lleguen milagrosamente porque nos arrancaron el país de raíz. No hay que justificar la desgracia. No hay por qué minimizar las pérdidas. No hay por qué renegar de la miseria propia y del profundo duelo que tenemos derecho a sentir.

Si perdiste tu terraza, que quizás estuviste 5 o 10 años ahorrando para construir, llora. Si el carro que acababas de comprar o que acababas de saldar después de 60 pagos, ahora no prende porque se inundó, échate a llorar. Si estuviste 9 horas en un techo esperando a que te rescataran, asqueado de tu propio olor, pasando frío y con un miedo real a morirte ahogado, bébete las lágrimas. Porque no hay tragedia pequeña y la única manera que tenemos para enfrentar la pérdida es aceptándola primero. Al igual que para sobrepasar adicciones hay que llamarlas por nombre y apellido y llamarse uno por nombre y apellido, hay que detenerse, hacer un inventario de lo perdido, permitirse llorarlo y entonces y solo entonces, empezar de nuevo o simplemente retomar la lucha.


Mi nombre es Edmaris Carazo, y estoy cansada de no tener agua en los grifos. Estoy harta de dormir en un mattress en la sala de mi casa y que me devoren los mosquitos. Estoy drenada por no poder dormir lo humanamente suficiente, estoy humillada por tener que avisarle a mi marido de todos los procesos escatológicos por los que estoy pasando, me siento amenazada por mi propia torpeza y estoy aterrorizada de cortarme o romperme un hueso y tener que terminar en un hospital. Siempre he odiado la incertidumbre y el no saber la fecha de expiración de esta situación me tiene los nervios rotos. Tengo un trabajo nuevo, al que intento llegar a tiempo y bien vestida, cosa que es una batalla campal diaria, porque no puedo lavar ropa, ni mucho menos plancharla, combino las cosas con la luz de una linterna y tardo el doble en cualquier cosa que quiera hacer porque los tapones son infinitos, los semáforos no existen y la amabilidad de los conductores duró apenas los primeros días. Sufro cada uno de los despidos y cada cesantía temporera me acerca un poco más a tener un ataque de pánico, y aunque una de mis reglas de vida es no llorar en el trabajo, leí un estatus de un gran amigo que perdió a su mamá por leptospirosis y aparte de tener que levantarse ese día y seguir viviendo, tuvo y tiene que preocuparse por reunir seis mil dólares para enterrarla. Al leerlo pedir que lleváramos arena de una playa al funeral y que su mamá sembró robles y floreceremos, lloré en la oficina en la que no llevo 30 días laborables corridos. Lloré porque confundimos el optimismo con una profunda negación. Lloré porque es irresponsable negar pérdidas que podrían resultar ser epidémicas. Lloré de rabia porque ignorar lo que nos pasa es una forma de perpetuarlo. El “ay bendito” evolucionó a un “estamos vivos”. El “estamos jodidos” que no se dice, se traduce a “hay gente peor”. Las cosas materiales no son todas reemplazables. Algunas cosas materiales son lo único concreto que te quedaba de tu abuela o el símbolo de un préstamo estudiantil que aún estás pagando, o una escritura que perpetúa tus 360 pagos de hipoteca o literalmente el techo de tus hijos o lo que fue la casita de tus viejos. Estar bien y estar vivos no es lo mismo. El dolor no se mide en conteos de muertes certificadas.


Tengo una hernia en el esófago que ha estado bajo control durante años, sin embargo, las frituras, la comida enlatada, el lujo del vino tinto (porque no hay refrigeración para más nada) me tienen el cuerpo vapuleado. Estuve meses comiendo bien, haciendo crossfit, corriendo, haciendo yoga, tomando ácido fólico y vitaminas porque por primera vez en mi vida decidí conscientemente coquetear con la idea de intentar convertirme algún día en mamá. Se supone que uno no se tome las cosas de manera personal pero no puedo evitar sentir como si el universo estuviera tan en contra del concepto que me rajó la isla y la vida misma para evitarlo. Estoy alimentando a una comunidad de Aedes aegypti noche tras noche, su pasión por mí es tanta, que no hay repelente, citronela o aceite esencial que los detenga. Tengo los anuncios del zika retumbándome el cuero cabelludo, mientras me baño, mientras duermo, mientras le paso la mano a mi marido que no encuentra cómo más evitar que yo vuele en cantos como cualquier ventana o puerta corrediza, cediendo a los vientos huracanados, explotando porque sencillamente el aire no tiene por dónde carajo salir. La semana pasada hubiese sido la presentación de mi libro publicado por fin, después de más de 7 años de haberlo pujado y empujado, uno de mis más grandes sueños, también convertido en polvo por el temporal. El 8 de octubre era mi primer aniversario de bodas y bien en el fondo soy una cursi sin remedio que hubiese querido tener una cena bonita, beberme un buen vino, comerme algo que no me diera dolor de barriga, celebrar el amor con el cuerpo, sin pensar en cesantías, en muertos enterrados en los patios de sus familias, en escasez y bebés con cabezas pequeñitas.

El otro día me metí a un supermercado, porque todos los artículos contra la depresión y la ansiedad te incitan a intentar recrear algún indicio de normalidad, realizar tus rutinas teniendo en cuenta de que todo será un poco más complicado, un chin más difícil, un proceso más prolongado y que por lo mismo la satisfacción de lograrlo te proveerá alguna dosis de satisfacción cotidiana, de deber cumplido. Sin embargo, al entrar a colmado, me convertí en un adolescente que vive solo por primera vez, que lo zumban a la adultez sin casco. Bolsas de tela en mano sentía que me aplastaba la manada de gente, la abrumadora mayoría de artículos que no puedo comprar porque no tengo dónde refrigerarlos. Y el pánico ese nuevo y aguerrido de que no van a aceptar tarjeta de crédito, de que hay que pagar en efectivo, en especial a gente como yo que le huye al cash como el diablo a la cruz y ahora hay que preguntarse a diario, ¿tienes efectivo?, ¿será suficiente?, en nuestro caso subir de nuevo los 3 pisos para contar los billetes, dividirlos a la mitad, presupuestar para lo inesperado, porque lo inesperado ahora es nuestra nueva realidad. Entonces uno lleva la cuenta de las cosas que compra en la cabeza, como hacía mi abuela con la mayor facilidad. Nos vamos en un solo carro para no gastar la gasolina, porque aunque en el área metro la cosa de las gasolineras se ha estabilizado, no hay garantía de que esto se quede así. Tenemos estrés post traumático, cuando sopla duro el viento, que ahora cualquier viento sopla durísimo porque no hay hojas en los árboles que sobrevivieron, y nos miramos con susto, con un verdadero y profundo susto porque aprendimos luego de 20 años y después de viejos que el cuco existe y a veces el lobo sí viene y nos come de verdad. El otro día en una plaza formaron un bembé, porque eso es lo que hacemos, cantar, beber y bailar, pa’ sentir que somos gente de nuevo, que “this too shall pass”, a alguien se le ocurrió tirar fuegos artificiales, la gente se tiró al piso, miró para todos lados, le amoretonaron el brazo a su ser amado favorito, tuvieron taquicardia, recordaron a María, pidieron otro shot. No estamos listos para ruidos súbitos, el terreno no está apto pa’ sorpresas.


Llevo 21 días repitiéndome “todo va a estar bien”, 20 días contando el agua y las latas que nos quedan, 19 días aprendiendo a manejar una estufa de gas a pesar de mi increíble torpeza, 18 días inhalando y exhalando, consciente de mi privilegio, pensando en los refugiados antes de quejarme del calor. 17 días jugando briscas y dominó. 16 días escuchando radio am y reggaetón, las únicas frecuencias sonoras que se escuchan y que son un catalítico para cualquier mini infarto o colapso de la presión. 15 días durmiendo en un charco de mi propio sudor. 14 días preguntándome si estará bien la gente con la que no me he comunicado. 13 días intentando llevarle dinero a la mejor amiga de mi mamá, que no puede ser más generosa y que el agua, mi elemento favorito se lo quitó absolutamente todo, 12 días pensando en qué vamos a hacer si uno de los dos se queda sin trabajo, 11 días pensando en cómo pagar las cuentas sin telefonía ni servicio de internet, 10 días pensando en los viejitos que viven en pisos altos, en un asilo que la dueña se fue y los dejó allí a todos rodeados de tormenteras y desolación, en mi abuela, en un mejor asilo pero aún así sola en un cuarto pequeño, preguntándose en su mente ida qué serían esos ruidos de guerra y terror, 9 días temiendo que se vuelva a meter un murciélago a la casa, perdiéndole el asco a las moscas y buscando maneras de no matar a las abejas que están igual de desesperadas que nosotros, con un miedo terrible a la escasez, 8 días extrañando de antemano a los amigos que no tienen más remedio que irse, a irse porque tienen un recién nacido o porque se les acabaron las pastillas de quimio a la mamá, 7 días viendo los días empezar y terminar como quien ve la vida como algo que le pasa a uno sin remedio, 6 días tomando pastillas para la acidez como si fuesen mentas para el aliento, 5 días preguntando en los lugares: ¿qué te queda?, 4 días intentando terminar libros con una vela en la falda o una linterna en la frente, 3 días celebrando cuando pasan 24 o 48 horas sin un ataque de pánico, 2 días que me dejo llorar sin cuestionarme, 1 día intentando enfocarme en todos los días escribirle, hablarle y si es posible tocar a alguien querido.


Conseguí un café abierto, abierto porque en una cartulina gigante lo decía afuera, este es el nuevo método infalible y disponible de publicidad que tienen los negocios. Sin embargo, el lugar estaba a oscuras. En el pasado (es decir hace menos de un mes), bombillas apagadas significaban negocio cerrado, pero esa realidad (entre muchísimas otras) ya cambió. Entré y un barista sudado, sin afeitar y con gorra (estilo mayoritario en estos tiempos) me indicó que solo tenían café y espuma de leche, me pareció ideal, vi a su lado un bizcocho con todo y glaseado, le pregunté si era de hoy, me dijo que sí pero que era de guineo, me lo dijo con pena, como pidiendo excusas, le dije que mejor todavía. Me senté mirando a la calle en una mesa frente a la puerta abierta. Pensé en tomarle una foto al bizcocho, al frosting, al hermoso café y darle una pauta gratuita, negocio abierto, café rico, bizcocho de guineo recién horneado. Recordé inmediatamente que no tengo batería, porque no tengo luz eléctrica, luego me consolé pensando que si tuviese batería tampoco tendría señal para subir nada, acto seguido me acordé que esta semana tenía cita (cita que perdí porque la vida misma la hemos tenido que poner en hold) para enviar mi celular a reparar porque algo le pasa, hay que golpearlo a ambos lados, prenderlo y apagarlo para que funcione. Como si se negara a reaccionar con suavidad, como si se le olvidara que sus funciones son responder al toque de mis dedos, seguir mis comandos, ser útil, ser funcional. Y por alguna razón que desconozco, ese pensamiento junto al rótulo luminoso pero apagado del café, las abejas rodeando la puerta, el tarro del azúcar, el nombre sin luz y hasta mi propio café, el calor del lugar y de la isla entera, la pegajosidad que se ha convertido en el estatus quo de mi piel, sin olores de vainilla y lavanda, sino una combinación perpetua de sudor, jabón sin enjuagar, sudor, repelente, polvo y quién sabe qué más, me hizo ponerme a llorar. Mientras chupaba directamente de mis dedos el deliciosos frosting de queso crema, mientras sorbía mi café con la florecita típica en la espuma de la leche, lloré, lloré como solía llorar los 31 de diciembre, como suelo llorar en mis cumpleaños, como no he vuelto a llorar desde que la vida decidió darme una tregua, dejar de mantenerme alerta a cantazos, golpeándome a ambos lados, prendiéndome y apagándome la alegría para que reaccione. Nadie me miró raro, supongo que ya es normal que a la gente se le salgan las lágrimas cuando encuentra algo en una góndola, cuando salen un par de gotas del grifo, cuando luego de 7 horas de fila, les dejan llenar el tanque entero de gasolina, aunque les cueste el doble de lo que les costaba antes del huracán. Lloré porque extrañaba sentir placer sin culpa, cerrar los ojos y recordarme que estar viva puede ser rico, que esta mierda me azotó pero no me quemó la raíz, que la dulzura existe, que a veces (bien pocas veces) pero a veces me hace falta que me abracen, que ese maldito rugido no me espantó la música, que me niego a vivir acuartelada en un pasillo, que los robles florecen aunque las inundaciones y los tapones no siempre me dejen llegar a los funerales, que bien en el fondo sé que nos levantamos, pero por ahora necesito, guardarle luto a mis escombros.

jueves, 28 de julio de 2016

El Día Que Me Venció El Olvido

Mi primera novela está disponible en Kindle, si no tienes un Kindle puedes bajar el app.

"El Día que me venció el Olvido cuenta a dos voces la historia de 3 mujeres de 3 generaciones distintas. El lector se siente dentro de la cabeza, desde los ojos y entre las piernas de una narradora que vive de prisa intentando escapar de la genética y las decisiones de su familia. La novela obliga a mirarse desde los ojos del Alzheimer, del desdén, de la indiferencia y desde la erotización del dolor. Una narración concisa, íntima, cotidiana, irreverente, humana y poderosa que produce cosquillas de las buenas y de las malas en el lector que observa a una abuela que olvida, una madre que ignora y una hija que intenta recolectar y juntar los pedazos antes de que el olvido los desaparezca..."

Cómprala aquí:





viernes, 15 de abril de 2016

O Mejor Oferta



Cada cierto tiempo vemos casas. No tenemos un ritmo o un ritual aparente. Un día cualquiera tomamos decisiones grandes, con la naturalidad con la que hacemos compra o decidimos irnos a beber a la Plaza de Santurce. Así nos mudamos juntos o él se mudó conmigo o yo tuve que mudarme y él me siguió… a veces pienso que vivimos juntos desde el primer junte, así que nuestros aniversarios nunca serán claros ni definitivos. Casi siempre el comienzo del cuento es que uno le envía a otro un clasificado, un “se vende”. La economía está jodida y por eso es el momento perfecto para comprar, dicen. Es el peor momento para vender, como en todo, que alguien pierda una casa que pagó casi toda la vida es un golpe de suerte esperanzador para otro que ahora puede comprar una casa en un área en la que jamás soñó vivir. Aunque ahora esté del lado de la esperanza no deja de darme tristeza. A veces nos enviamos casas de medio millón de pesos, por si nos pegamos, nos enviamos casas de playa por si nos sentimos valientes y lo dejamos todo un día y montamos un kiosco en pleno Rincón y vivimos felices para siempre en trajes de baño, bronceados, con la casa llena de arena y el corazón lleno de viento de mar.

Ir a ver una casa es como una cita a ciegas. Uno se viste bonito, pa’ que piensen (o te crean) que tienes el presupuesto y te cojan en serio. Él brilla la guagua porque ahí nos ven llegar. Yo dejo las plumas, las pulseras escandalosas, me pongo un trajecito, unas plataformas, unas dormilonas, la cartera bonita, los espejuelos caros.


A veces los realtors citan a más de uno, siempre me parece sospechoso, me levanta banderas, desconfío al instante, la otra pareja, la otra familia, se convierte en competencia de algo que uno ni siquiera sabe si quiere. Si alguien es doctor, ingeniero, licenciado o arquitecto tiene ya las de ganar. Si alguien tiene hijos le enseñan con más detalle la casa, enfatizan en las ventajas del espacio para que los nenes jueguen, si no tenemos hijos nos explican en qué cuarto los pondríamos, lo conveniente que es esa calle para aprender a correr bicicleta y verlos jugar.

Yo pido pocas cosas, he vivido en muchas casas. Necesito luz, ventanales, espacios abiertos, cocinas que no tienten la claustrofobia, que cocinar nunca se convierta en un acto de aislamiento sino todo lo contrario, en el centro de la fiesta, en la razón del parisón. Él quiere que la urbanización sea cerrada, que el patio sea amplio, que quepan 2 carros en el garaje, que no tenga que agacharse para entrar a los cuartos, que no tenga que bañarse jorobado, que las ventanas sean de seguridad.


A mí no me gustan las casas nuevas, desconfío de su estructura, de la prisa con que las construyen, me asusta ser de las primeras que compra en algo que quizás se convierta en una comunidad fantasma, en un pequeño pueblo desierto. Me enamoro de la amplitud de los espacios, me importan más los sitios de estar que los mismos cuartos. No me molesta para nada que las casas estén viejitas, maltratadas, que les haga falta cariño, me parece que son síntomas de que sobreviven, de que se las han visto, las han pasado, y lo han aguantado.


Entonces hay casas que se sienten oscuras, con una oscuridad que no tiene que ver con tragaluces ni con que no esté conectada la electricidad. Hay paredes que parece que encierran llantos, hay pasillos que se sienten tan cargados que pareciera que el techo está a punto de echarse a llorar.

Entonces al séptimo, al octavo intento, vamos a ver una casa, en una urbanización vieja de esas que me gustan, de esas que siento que podré correr por las mañanas y saludar a las abuelitas que no tengo en los balcones de otras casas. Y de pronto los techos son altos, y no podemos evitar mirarnos disimulando y de repente la luz entra por todos lados y nos sonreímos de lado a lado y nos deja de importar la extraña distribución de los espacios. Llego a un patio gigante y veo a mis perros correr, empiezo a rescatar más perros y por qué no, uno que otro gato porque tenemos espacio demás. Agrandamos el cuarto master, me construyo un baño nuevo en un par de años, hago la cocina a mi gusto, siempre supe que mis boards en Pinterest tendrían uso después de todo.

No puedo demostrar que me encanta la casa, porque él me mira y me susurra preguntando si de verdad me gusta, que si me veo ahí, que si la quiero, y me aterra que si le digo que sí, hace una oferta, sin contratar inspectores, sin pedir tasación, sin regatear el precio, sin tener un plan determinado, sin saber en lo que se está metiendo. Lo sé capaz, porque así lo hizo conmigo. No dijo que necesitaba ver más casas, no preguntó si alguien había muerto allí, ni cuanto tiempo llevaba desocupada, no solicitó alquiler con opción de compra, no investigó de dónde venían las manchas de mis paredes, ni la razón original de las grietas en mis techos. Ofreció por encima del precio original, sin averiguar sobre mis vicios ocultos, sin sospechar de las hipotecas ejecutadas entre mis costillas, sin saber que yo coleccionaba ruinas en mi construcción.

Luego de ver y fotografiar cada rincón de la dichosa casa idílica, nos vamos casi corriendo, huyéndole al enamoramiento, la cagadera que uno siente cuando te das cuenta de que el jevo te está gustando de verdad. Y callamos en el carro mirando los alrededores. Y en el próximo semáforo abrimos las bocas y pintamos la entrada rara de un color funky y antes de que cambie a verde, remplazamos todas las ventanas a ventanas de seguridad, y sin más, estamos guiando sin tener la radio prendida, sin destino, pasándonos de la salida, guindando hamacas en el patio, contratando a un amigo para que nos pinte un mural. Tuvimos que parar a darnos unas cervezas, porque se nos secó el galillo de tanto arreglo y remodelación. Le encontramos ventaja a que “los nenes” compartieran un baño, hicimos un área para beber vinitos y escuchar discos de vinil, calculamos que teníamos estacionamiento para más de 7 carros y hasta para la yola que siempre estamos por comprar. Yo accedí al perro grande y él me dejó llenar las paredes de cuadros de mujeres. Sembramos un huerto casero, hicimos una terraza de madera, pusimos cortinas, nos deshicimos de medio juego de cuarto porque no cabía.




Y así fuimos a nuestra segunda cita, como uno va a encontrarse con el jevo por segunda vez, blindado. Con las antenas prendidas, con los consejos de los viejos, de los amigos, del contratista. Y encontramos manchas de humedad en los pisos. Y la distribución del espacio se nos hizo raro. Y nos dimos cuenta de que habían 3 tipos distintos de ventanas. Y el baño se nos hizo demasiado pequeño para compartirlo por los próximos 30 años. Y nos cuestionamos si valía la pena meterle tanto esfuerzo, tanto sudor, a una estructura de más de 3 décadas. Y nos fijamos en que no había suficiente espacio de almacenaje. Que no había explicación para tener un contador en el medio de la sala, que quizás todo ese espacio, ese pedazo favorito de nuestro futuro nidito fue una adición sin planificación del antiguo dueño. Que a lo mejor agrandar el master, hacer un baño nuevo, hacer la cocina a mi gusto terminaba costando más de lo que queríamos o podíamos gastar. Que el comején de las ventanas no era de los comunes, era de los peores. Que no sabíamos el trato que le habían dado a esa casa vieja. Así que desmonté las cunas de los niños que no tuve, enrollé el mural que no pintamos y me llevé la yola que nunca navegamos. Y nos montamos en carros distintos en silencio, sabiendo que quizás de aquí a unos años nos reiríamos de esta cita a ciegas, de cómo creímos que nos enamoramos, de como jurábamos que quizás, quizás esa casa nos hubiera dado “un vino de amor al tiempo”.


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martes, 22 de septiembre de 2015

A cuenta gotas






Mi abuela era supersticiosa, más católica que las monjas y supersticiosa. Creo que aparte de nuestro amor por los perros es en lo único en lo que nos parecemos. No han habido misas, rosarios, clases de cocina, ni de costura, que cierren el resto de ese abismo. No pongo mis carteras en el piso porque se me van los chavos, si se me derrama la sal echo por encima del hombro izquierdo con la mano derecha puñaditos de sal tres veces para que le caiga al diablo, me pongo histérica cuando abren una sombrilla en un sitio con techo y no hay Dios que me haga pasar por debajo de una escalera.

Todos mis cumpleaños, mi abuela ponía un vaso lleno de agua al revés sobre un plato para detener la lluvia. Yo llevo haciéndolo desde que tengo uso de razón. Si me voy de fin de semana, tan pronto llego al hotel lo hago, si quiero ir a la playa viro el vaso, el Día Nacional de la Salsa se viran vasos en mi casa sin excepción. Tengo amigos que me llaman y me piden que lo haga. Los más incrédulos han visto los cielos despejarse en menos de una hora después del viraje milagroso. He tenido peleas legendarias con gente que se ha atrevido a tocar el vaso y derramar el agua. Sin embargo, en este eterno verano seco, nunca supe qué hacer. No tengo un conjuro para la falta de lluvia, no tengo un antídoto para este tipo de escasez.



Hace ya más de tres meses, un martes para ser exactos, mi concubino me llamó a decirme que se iba temprano de la oficina, que el racionamiento empezaba en dos días, que era inminente, que teníamos que prepararnos, que él se iba para Mayagüez al otro día y no me iba a dejar a mí ese tostón. Yo pillé una risa burlona entre mis labios mientras al otro lado del teléfono se escuchaba un “te importa un carajo, ¿verdad?”. Tenía razón. El racionamiento me parecía ese por ahí viene el lobo por ahí viene el lobo que nunca llega. Pensaba que la sequía funcionaba como los huracanes que se acercan y se acercan y luego viran a última hora y destruyen alguna otra isla que probablemente ya derrumbaron la última vez. Llegué a una casa con un zafacón inmenso repleto de agua, galones y galones desperdigados en el comedor, botellitas junto al fregadero, cubos al lado de los inodoros, lavadora llena, bañeras llenas. La casa se había vuelto un almacén de humedad, una locura de plástico y mililitros. Dos días después, tal como prometían los periódicos y las redes sociales, dejó de salir agua por mis grifos.


Me preguntaron que qué yo hubiese hecho, que cómo yo hubiese sobrevivido. Probablemente hubiese intentado comprar agua embotellada cuando ya se hubiese acabado, seguramente me hubiese bañado en casa de mis papás mientras les durase, o en la oficina, o en el gimnasio, o en el mismo mar, no sé. La cosa es tengo una relación enfermiza, reincidente y de amor y odio con Cupey. Me crié en Cupey, me fui a España, regresé a Cupey, me casé, me mudé al mismo Cupey, me divorcié, volví al Cupey de mis padres, me mudé a Río Piedras, luego a Santurce, luego a Miramar y adivinen dónde vivo en feliz concubinato, obvio que en Cupey. Cuna de próceres tales como Tito Trinidad, no me lo invento, hay literalmente un rótulo verde que lo dice y del que me reído por los últimos 15 años a lo menos. Uno siempre vuelve, o por lo menos yo siempre vuelvo a los viejos sitios en los que haya amado o no la vida. Cupey estuvo en racionamiento desde el día 1. Pasamos por todos los planes, un día sí y un día no, un día sí y dos no, un día sí y tres no. Hubo un momento en que perdimos la cuenta y hasta nos bañamos con galones el día en que teníamos agua.



Tengo una cosa con el agua, siempre la he tenido. Tengo otra cosa con la escasez, siempre la he tenido. Me lo han dicho videntes, astrólogos, naturópatas que leen el iris del ojo, sicólogos y siquiatras. Y con esta sequía esas dos cosas se han mezclado de la peor y la mejor manera. Soy una nueva persona. Lo confieso. Yo me lavaba el pelo dos veces al día, dejaba correr el agua  mientras me desenredaba los nudos de la maranta, dejaba correr el agua mientras fregaba, mientras me lavaba los dientes, a veces hasta mientras me ponía los lentes, sin ningún sentido. A veces sencillamente se me olvidaba cerrar las plumas y me lo recordaban los ladridos mojados de mis perros o el ruido de cascada desde la cocina. Esta sequía me ha cambiado, tanto como te cambia un viaje al otro lado del mundo, o a Cuba que está justo en la esquina. Me propuse no maldecir desde el principio. Mientras me bañaba con galones me obligué a pensar en gente que nunca ha experimentado el placer del chorro de agua potable desde una ducha. Más allá, pensé en la imagen ya clichosa pero no por eso menos cierta de niños tomando agua turbia directamente de los charcos. Somos una isla bendecida dicen. Que me perdonen los puristas, pero esa afirmación hace que se me retuerza la fe. El hecho de que lo peor que nos pueda pasar sea tener agua 2 veces a la semana, me aterra. ¿Cuáles serán los criterios para conceder ciertas bendiciones a ciertas áreas geográficas? ¿Se habrán llegado a acuerdos? ¿Se habrán llenado solicitudes? ¿Se habrán establecido métodos de pago? ¿Habrán fechas de expiración que desconocemos? ¿Se nos acabará el pan de piquito otro martes cualquiera?

Una vez tuve un profesor de escrituras sagradas del medio oriente, recuerdo mi decepción cuando vi que era un cura jesuita, más que nada porque presumí su falta total de objetividad en el tema, sin embargo, aquel sacerdote me dijo unas palabras que son el mantra de todas mis creencias: “si me quitan mis dudas, me quitan mi fe”. En el momento en el que dejas de preguntarte, dejas de estar en el presente, dejas de existir.


En la sequía del noventa y pico, mi abuela nos calentaba calderos de agua y las mezclaba con el agua fría para que no nos congeláramos. Decía mientras nos bañaba, que había que dar gracias porque teníamos agua almacenada, porque teníamos gas para prender la estufa y poder entibiar el agua para bañarnos. En aquel entonces no tenía idea de la suerte que tenía de tener a mi abuela, punto. Esta sequía ha sido como un retiro espiritual, de esos que te hacen llorar a propósito y darte cuenta de que no eres tan buena persona después de todo, y para los que vivimos en pareja ha sido como un boot camp matrimonial, se pasa más trabajo, se gasta más dinero y uno no puede meterse bajo el chorro cuando está de mal humor. Mi compañero me calienta los galones de agua plásticos en el microondas y se asegura de reponer el agua que usamos. Cuando me voy a bañar, ya tengo galones tibios en el segundo piso. Obviamente con mi típica suerte, en medio de esta sequía me he lastimado rodillas, hombros, brazos y en muchas ocasiones, ha sido él quien me ha bañado con agua tibia, como hacía mi abuela. En el mismo medio de la sequía, para apaciguar mi pánico a la escasez, mi desconfianza en la humanidad en general, en décadas distintas, con tecnologías diferentes, alguien me ha amado lo suficiente como para almacenar agua, calentarla y dejármela correr, aunque sea justo la necesaria.

Perdonen la cursilería, el optimismo y el cliché bonito, pero ayer me quitaron el racionamiento y hasta nuevo aviso me permito sentirme bendecida.


viernes, 13 de febrero de 2015

Viernes 13




Un compañero de trabajo, militar retirado, me enseñó hace más de una década, medio en serio, medio en broma, que el miedo es lo que mantiene al mundo en sitio. Las relaciones son relaciones de poder y el poder y el miedo son aliados. Los miedos, como las manías, te dicen todo de la gente. Un hombre en un lugar oscuro, le da miedo que lo roben, que lo maten, una mujer en un lugar oscuro, le da miedo que la violen, que la maten, muchas veces en ese orden. Los miedos responden a construcciones culturales, a lecciones de vida, a herencias familiares, a situaciones históricas o anecdóticas, a experiencias terribles, a cuentos creídos y a mecánicas de supervivencia codificadas en nuestros ADNs.

Hace no tanto me fui de viaje, un viaje largo, exótico y lejano y medio. Me fui a un sitio prácticamente desconocido por completo para mí, para mi compañero de viaje y para prácticamente todo el que respondía con ojos grandes, cabeza echada para atrás, ceño fruncido y un “¿Turquía???” preñado de incredulidad, de prejuicios, de desconocimiento, de ignorancia y por supuesto, de miedo.

Todos los años nos parecen duros, cortos, crueles, llenos de muertes, de escasez y siempre estamos locos de que se acaben y nos prometemos que el próximo será el nuestro y cambiará nuestras vidas para siempre. En el 2014 hubo Chikungunya, hubo Ébola, hubo Siria, hubo guerra, entre otras cosas terribles. Todo lo que sentimos cercano, nos da la facilidad de relacionarnos y esto suele movernos el suelo como si acabase de ser descubierto o pasase por primera vez. Mientras las cosas permanezcan lejanas, no palpables, mientras no conozcamos a alguien que conozca a alguien que las sufra, es como si no tuviésemos manera de relacionarnos o preocuparnos o sentirnos vulnerables a ellas. Así que meses antes del viaje nos pasamos pendientes al conflicto en Siria, vivimos con repelente de mosquitos, con los brazaletes que seguimos comprando aunque nos aseguraban que no funcionaban, vivimos con las ventanas cerradas, prendiendo el aire más temprano, pagando aún más de luz eléctrica cada vez.
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Días antes de irnos, a pesar de que logramos esquivar el amenazante Aedes aegypti, mi compañero se contagió de un virus peor. Comenzó con una ansiedad leve, con preguntas esporádicas sobre la situación política de nuestro destino, nuestro destino fronterizo a Irán y a Siria. A esto le siguió una búsqueda de artículos sobre todos los peligros que nos esperaban al otro lado del mundo a donde nos dirigíamos voluntariamente y gastando nuestros ahorros. Un sitio donde no se nos había perdido nada (en palabras de mi madre) a encontrar posible y probablemente un secuestro, un bombazo, o la muerte misma (según avanzaban sus averiguaciones). Recordemos que una boricua murió en Turquía, por lo que se cumple el principio de cercanía suficiente. El miedo había entrado a nuestra casa, a nuestra relación, y lo peor de todo (en mi egoísta y viajero cerebro), amenazaba mi viaje, ¡y hasta ahí!



Mis miedos suelo tenerlos bastante identificados y controlados, casi casi rotulados y archivados por orden alfabético. Los miedos, en principio, son buenos, son reflejos de la vida, de la capacidad de adaptación, un principio básico de la supervivencia. Sentimos miedo cuando percibimos que se nos acerca un peligro (real, imaginario, pasado, presente, futuro, remoto), es un instinto animal y a la vez una de las emociones más humanas existentes. En mi librito lo último que se pierde es el miedo, no la fe.

En nuestra casa, los síntomas del miedo fueron irritabilidad, resentimiento, procrastinación de las tareas relacionadas al viaje, un veto al tema de la inminente partida y discusiones sobrias y ebrias al respecto. En el periodo de incubación se me acusó de ser tan “fearless”, tan “reckless”… Nunca me he considerado audaz, ni intrépida, mucho menos temeraria. Pero esa clasificación de “sin miedo”, de “libre de miedos” se me ha quedado rebotando desde entonces.

¿Le tengo miedo a los aviones? No. ¿Le tengo miedo a lo desconocido? No. ¿Le temo a ir a un país donde no hablen mi idioma? No. ¿Me da miedo la cultura musulmana? No. ¿Le tengo miedo a la comida de otros lugares? No. ¿Le tengo miedo al ébola? No.

Tengo miedo específicos, casi siempre puedo trazarlos a alguna raíz muy particular. Claro que tengo miedos irracionales, tengo pesadillas con que se me meta un lagartijo en el pelo y lo mate tratando de sacarlo. Le tengo pánico a que un murciélago se me enrede en la maranta. Le tengo miedo a que me asalten con una jeringuilla, a que intenten sacarme sangre y no salga ni una gota. Le tengo miedo a las palomas, a la mierda de palomas, en realidad. Vivo aterrorizada de que me dé Alzheimer y se me olvide los nombres y las caras de la gente que amo con pasión. Me da miedo quedarme sola, me da miedo tener hijos, me da miedo que el miedo haga que se me haga demasiado tarde para tener hijos si decido hacerlo, me da pánico que mi cuerpo no sea capaz de tenerlos, me da terror tenerlos y enterarme tardíamente que soy soberanamente inepta como mamá.

No me da miedo mi muerte, pero le tengo miedo a la muerte de mis padres. Me da miedo que mi hermano cometa un terror terrible de esos que ni familiares, ni conocidos, ni préstamos, logren solucionar. Me da pánico que le pase algo, cualquier cosa a Valeria. Me da terror que Iván crezca y me olvide. Le temo a que no me sea suficiente la longevidad de mis perros. Me da miedo morirme sin ver lugares que quiero ver, sin vivir cosas que quiero vivir. Me da terror no publicar un libro nunca. Tengo miedo a arrepentirme, a no vivir suficiente, a morirme con un “what if” en la médula de mis huesos. Me da miedo no pasar nunca la reválida, y más miedo aún no volverlo a intentar. Y sí, confieso que me da miedo también caminar, sola o acompañada por una calle oscura, en Istanbul o en Santurce, en Ankara o en Río Piedras, en Cappadocia o en Cupey. Me daba miedo antes y me da miedo después de que alguien atropellara a alguien que no conozco pero con quien tengo 56 amigos en común según Facebook, suficientemente cerca otra vez.

Le tengo miedo al cáncer, un miedo latente, real, mordaz y punzante. Un terror que cada cierto tiempo se aparece y me sonríe. Un miedo que me susurra al oído que esas pruebas de rutina siempre tienen la posibilidad de cagarme la vida para siempre. Un miedo que se me revuelca cuando una mujer con un año más que yo y 3 hijos se muere, luego de verla decir que sabe que Dios la va a salvar. Un miedo que me recuerda que hace seis años me dibujaron una escalerita del cáncer y me lo enseñaron a dos escalones de donde yo estaba. Un pánico que me hizo decir corta, saca, congela lo que sea porque no creo en la observación, no creo en la espera, no creo en salvarme con rezos. Creo en la violencia. Creo en exterminar el miedo del cuerpo y del alma sin ningún tipo de piedad. El miedo hay que matarlo, sacarlo de raíz, quemarlo con frío o con calor, no con oraciones ni con velas, hay que matarlo con radiación, con quimio, con una visita al año. El miedo se combate de frente y mirándolo a los ojos. El miedo se combate acostándote aterrada en una burra y sintiéndote el ser humano más miserable del mundo con una bata de papel rajada en el pecho. El miedo se combate con el miedo frío que te entra cuando el médico te dice que te bajes más, que te bajes más, y que te espatarres frente a una lupa gigante y una lámpara de luz blanca, mientras un hombre con mascarilla te trastea las vísceras y te saca un cantito de tus entrañas para mandarlo a examinar y esperar 2 semanas a que te llamen si sale algo mal. Porque nunca llaman a decirte que todo está bien. Y mientras tanto una se caga del miedo, la vida se paraliza y las próximas semanas van en una cámara lenta que tortura y enloquece.

Porque el miedo no tiene que ver con otra gente, el miedo tiene que ver con uno. Y si le huyes, te encuentra. Atrás, de frente, porque lo llevas contigo, es parte de ti. No se queda atrás con mudanzas, ni cambios de imagen, se agudiza con el tiempo, se activa con la lluvia, como el barrunto. Caminas en un campo minado sin zapatos ni rotulación. Se camufla con la felicidad y te coge desprevenido.



Mi miedo al cáncer está encriptado en mi sangre, en mi familia le da cáncer hasta a los perros. Mi tía se murió a los 33 años. 3 años más que yo, y yo no me quiero morir de cáncer carajo. Me pregunto cómo sería vivir antes de que eso fuera una posibilidad. Cómo será vivir de verdad sin miedo. No tengo la más remota idea pero haré todo lo posible para alcanzarlo, seguiré yendo a sitios donde no se me ha perdido nada como vacuna, continuaré mirando a los ojos al lagartijo que me espera a diario en las escaleras de mi casa como medida preventiva, miraré a ambos lados cuando cruzo la calle y me aseguraré de tener el espray de pimienta listo. Le llevaré ventaja a mis genes, haciendo sudokus en las noches, arrastraré a mi compañero a amarnos en países fronterizos al conflicto, seguiré religiosamente humillándome en una burra, y de vez en cuando, por qué no, rezaré, cruzaré los dedos y prenderé una que otra vela.