martes, 22 de septiembre de 2015

A cuenta gotas






Mi abuela era supersticiosa, más católica que las monjas y supersticiosa. Creo que aparte de nuestro amor por los perros es en lo único en lo que nos parecemos. No han habido misas, rosarios, clases de cocina, ni de costura, que cierren el resto de ese abismo. No pongo mis carteras en el piso porque se me van los chavos, si se me derrama la sal echo por encima del hombro izquierdo con la mano derecha puñaditos de sal tres veces para que le caiga al diablo, me pongo histérica cuando abren una sombrilla en un sitio con techo y no hay Dios que me haga pasar por debajo de una escalera.

Todos mis cumpleaños, mi abuela ponía un vaso lleno de agua al revés sobre un plato para detener la lluvia. Yo llevo haciéndolo desde que tengo uso de razón. Si me voy de fin de semana, tan pronto llego al hotel lo hago, si quiero ir a la playa viro el vaso, el Día Nacional de la Salsa se viran vasos en mi casa sin excepción. Tengo amigos que me llaman y me piden que lo haga. Los más incrédulos han visto los cielos despejarse en menos de una hora después del viraje milagroso. He tenido peleas legendarias con gente que se ha atrevido a tocar el vaso y derramar el agua. Sin embargo, en este eterno verano seco, nunca supe qué hacer. No tengo un conjuro para la falta de lluvia, no tengo un antídoto para este tipo de escasez.



Hace ya más de tres meses, un martes para ser exactos, mi concubino me llamó a decirme que se iba temprano de la oficina, que el racionamiento empezaba en dos días, que era inminente, que teníamos que prepararnos, que él se iba para Mayagüez al otro día y no me iba a dejar a mí ese tostón. Yo pillé una risa burlona entre mis labios mientras al otro lado del teléfono se escuchaba un “te importa un carajo, ¿verdad?”. Tenía razón. El racionamiento me parecía ese por ahí viene el lobo por ahí viene el lobo que nunca llega. Pensaba que la sequía funcionaba como los huracanes que se acercan y se acercan y luego viran a última hora y destruyen alguna otra isla que probablemente ya derrumbaron la última vez. Llegué a una casa con un zafacón inmenso repleto de agua, galones y galones desperdigados en el comedor, botellitas junto al fregadero, cubos al lado de los inodoros, lavadora llena, bañeras llenas. La casa se había vuelto un almacén de humedad, una locura de plástico y mililitros. Dos días después, tal como prometían los periódicos y las redes sociales, dejó de salir agua por mis grifos.


Me preguntaron que qué yo hubiese hecho, que cómo yo hubiese sobrevivido. Probablemente hubiese intentado comprar agua embotellada cuando ya se hubiese acabado, seguramente me hubiese bañado en casa de mis papás mientras les durase, o en la oficina, o en el gimnasio, o en el mismo mar, no sé. La cosa es tengo una relación enfermiza, reincidente y de amor y odio con Cupey. Me crié en Cupey, me fui a España, regresé a Cupey, me casé, me mudé al mismo Cupey, me divorcié, volví al Cupey de mis padres, me mudé a Río Piedras, luego a Santurce, luego a Miramar y adivinen dónde vivo en feliz concubinato, obvio que en Cupey. Cuna de próceres tales como Tito Trinidad, no me lo invento, hay literalmente un rótulo verde que lo dice y del que me reído por los últimos 15 años a lo menos. Uno siempre vuelve, o por lo menos yo siempre vuelvo a los viejos sitios en los que haya amado o no la vida. Cupey estuvo en racionamiento desde el día 1. Pasamos por todos los planes, un día sí y un día no, un día sí y dos no, un día sí y tres no. Hubo un momento en que perdimos la cuenta y hasta nos bañamos con galones el día en que teníamos agua.



Tengo una cosa con el agua, siempre la he tenido. Tengo otra cosa con la escasez, siempre la he tenido. Me lo han dicho videntes, astrólogos, naturópatas que leen el iris del ojo, sicólogos y siquiatras. Y con esta sequía esas dos cosas se han mezclado de la peor y la mejor manera. Soy una nueva persona. Lo confieso. Yo me lavaba el pelo dos veces al día, dejaba correr el agua  mientras me desenredaba los nudos de la maranta, dejaba correr el agua mientras fregaba, mientras me lavaba los dientes, a veces hasta mientras me ponía los lentes, sin ningún sentido. A veces sencillamente se me olvidaba cerrar las plumas y me lo recordaban los ladridos mojados de mis perros o el ruido de cascada desde la cocina. Esta sequía me ha cambiado, tanto como te cambia un viaje al otro lado del mundo, o a Cuba que está justo en la esquina. Me propuse no maldecir desde el principio. Mientras me bañaba con galones me obligué a pensar en gente que nunca ha experimentado el placer del chorro de agua potable desde una ducha. Más allá, pensé en la imagen ya clichosa pero no por eso menos cierta de niños tomando agua turbia directamente de los charcos. Somos una isla bendecida dicen. Que me perdonen los puristas, pero esa afirmación hace que se me retuerza la fe. El hecho de que lo peor que nos pueda pasar sea tener agua 2 veces a la semana, me aterra. ¿Cuáles serán los criterios para conceder ciertas bendiciones a ciertas áreas geográficas? ¿Se habrán llegado a acuerdos? ¿Se habrán llenado solicitudes? ¿Se habrán establecido métodos de pago? ¿Habrán fechas de expiración que desconocemos? ¿Se nos acabará el pan de piquito otro martes cualquiera?

Una vez tuve un profesor de escrituras sagradas del medio oriente, recuerdo mi decepción cuando vi que era un cura jesuita, más que nada porque presumí su falta total de objetividad en el tema, sin embargo, aquel sacerdote me dijo unas palabras que son el mantra de todas mis creencias: “si me quitan mis dudas, me quitan mi fe”. En el momento en el que dejas de preguntarte, dejas de estar en el presente, dejas de existir.


En la sequía del noventa y pico, mi abuela nos calentaba calderos de agua y las mezclaba con el agua fría para que no nos congeláramos. Decía mientras nos bañaba, que había que dar gracias porque teníamos agua almacenada, porque teníamos gas para prender la estufa y poder entibiar el agua para bañarnos. En aquel entonces no tenía idea de la suerte que tenía de tener a mi abuela, punto. Esta sequía ha sido como un retiro espiritual, de esos que te hacen llorar a propósito y darte cuenta de que no eres tan buena persona después de todo, y para los que vivimos en pareja ha sido como un boot camp matrimonial, se pasa más trabajo, se gasta más dinero y uno no puede meterse bajo el chorro cuando está de mal humor. Mi compañero me calienta los galones de agua plásticos en el microondas y se asegura de reponer el agua que usamos. Cuando me voy a bañar, ya tengo galones tibios en el segundo piso. Obviamente con mi típica suerte, en medio de esta sequía me he lastimado rodillas, hombros, brazos y en muchas ocasiones, ha sido él quien me ha bañado con agua tibia, como hacía mi abuela. En el mismo medio de la sequía, para apaciguar mi pánico a la escasez, mi desconfianza en la humanidad en general, en décadas distintas, con tecnologías diferentes, alguien me ha amado lo suficiente como para almacenar agua, calentarla y dejármela correr, aunque sea justo la necesaria.

Perdonen la cursilería, el optimismo y el cliché bonito, pero ayer me quitaron el racionamiento y hasta nuevo aviso me permito sentirme bendecida.


No hay comentarios: