Te digo que a mí me gustan los gatos, más que los perros, en el fondo quisiera ser felina. Los gatos tienen una sensualidad netamente femenina. Nunca he visto un gato torpe, no tropiezan, no se caen, son criaturas con una coordinación motora magistral. Caminan casi en puntas, alternando un paso frente al otro; siempre en pasarela. Duermen casi 16 horas diarias, dominan el arte de ignorar, manejan la distancia como un arma de control. Admiro su independencia, su sentido de dirección, la habilidad de treparse de sitio en sitio como si no existiera riesgo de caer. Me encantan sus ronroneos, como les vibra el centro de sí cuando están felices, sin que nadie lo pueda notar que no esté suficientemente cerca. Amo la capacidad que tienen de acercarse sólo cuando quieren, sólo cuando alguien les da buena espina. Envidio su naturaleza ordenada, la forma en que mantienen sus pieles siempre limpias. Los gatos son elegantes, hasta los más satos tienen clase, de esa clase con la que uno nace o no, sin importar si es hereditaria o si es congruente con el lugar de origen. Es una clase que emanan ciertos seres sin el menor esfuerzo. Les gusta ser acariciados, cuando quieren. Tienen mood swings, nacen potty trained, les pones una caja de arena y ya saben qué hacer. No olvidan, me parece que no quieren. No los puedes meter en un bulto y llevártelos por todas partes como si fueran muñecas, tienen personalidades definidas, fortaleza de carácter. No puedes saber cómo se sienten con mirarles las caras. No todos lamen y los que lo hacen, les pasan sus lenguas secas y porosas a quienes aman. Se restriegan contra las piernas de la gente, no por lo especial de esa persona en particular sino porque tienen la necesidad inalienable de ser acariciados, igualmente lo harán contra una mesa o la pata de una silla si no hay un ser humano a su disponibilidad. Si los dejas solos por periodos prolongados de tiempo, se sienten abandonados y te retiran la confianza. Te obligan a la reconquista casi diaria, obtener su amor día a día es un triunfo cotidiano.
Entonces intentas convencerme de que los perros aman más que los gatos, obviamente difiero, me refraseas: aman mejor. Mi primer argumento es su superioridad intelectual, el segundo su capacidad de amar desde la razón. Por un momento no parece ser un debate canino felino. Tengo que reconocer que todo lo perdonan, que se mean encima de la emoción, que cuando uno regresa de viaje te reciben con la misma emoción de un mes antes, o tal vez más. Que la memoria sólo les sirve para el agradecimiento no para el reproche. Tienen las lenguas mojadas, los ojos más expresivos (en parte se lo deben a las cejas, los gatos no tienen cejas, te digo), tienen los cuerpos más calientes, mueven la cola. Te persiguen como si su vida dependiera de ello, lloran cuando están tristes, te extrañan, les puedes enseñar lo que te venga en gana, te protegen. Puedes tratarlos mal por un momento y se alejan un instante y regresan a la carga con el amor intacto. Te hacen sentir que alguien depende de ti, que alguien te espera. Mientras que si un gato regresa todos los días a tu lado, tienes la certeza de que está porque quiere estar, porque sabe que lo esperas.
Hay veces que no logramos convencernos, que nadie parece tener la razón, entonces te retiras sonriendo, porque al menos no perdiste. Yo te persigo por toda la casa, lo suficientemente cerca para casi casi hacerte tropezar. Cuando te detienes escucho como tu centro vibra, te ríes y adivino tu lengua seca y porosa, mojándose por mí.
Me gusta! Un argumento similar se presenta en el libro que no consigo que leas el infinito en la palma de la mano sobre la afinidad femenina al gato y la masculina al perro. Me gusta cómo presentas al hombre y mujer primigenios en esta entrada.
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