Tengo pocos vicios, tal vez no tengo ninguno, porque los vicios a veces dependen de su ilegalidad para validarse. Si son legales, en mi concepción, necesitan hacer daño, casi siempre a uno mismo. Mi compañero fuma, no mucho, de 3 a seis diarios, diría yo. Casi siempre fuma de noche, especialmente cuando bebe, no concibe una cosa sin la otra. Los fumadores empedernidos no lo considerarán un fumador, yo (en mi ignorancia respecto a los placeres de la nicotina) difiero. Si se acaban los cigarrillos, independientemente de la hora en que pase, se vestirá, se montará en el carro e irá en busca de una cajetilla. Lo he visto no fumar por semanas y no tiembla, pero su tolerancia se minimiza, su sentido del humor desaparece y su capacidad de ofenderse se eleva a niveles nunca antes vistos. Su respiración se le escucha serenita mientras duerme, la piel le adquiere casi automáticamente una lozanía distinta, tiene aún más resistencia en sus corridas, desaparece la carraspera matutina y sus manos huelen a harina cociéndose.
Hay domingos que le pregunto si quiere café, contesta infaliblemente que si voy a colar para mí, que le sirva un poco, negro, sin leche, con dos sobres de azúcar artificial. Mientras el café se está colando el corazón se me acelera, como cuando uno va a encontrarse con un amor recién estrenado. Siento que las glándulas salivares me trabajan al doble de la velocidad habitual. Me tiemblan un poco las manos mientras me sirvo en una taza con leche hervida y dos cucharaditas rasas de azúcar morena. Cuando doy el primer sorbo, siento un alivio en todo el cuerpo, se me cierran los ojos, se me tranquiliza el corazón. Termino mi taza de café dejando sólo el fondo, que siempre es muy dulce para mi gusto. Me meto a la ducha y mientras el agua me baja por el cuerpo, siento una felicidad como si me acabaran de decir que me pegué en la lotería. De repente, tengo una iniciativa tremenda por terminar todos mis asuntos pendientes. Dos horas después es solamente un domingo más. Y reconozco que todo ese torbellino de alegría y de resoluciones y planes de acción eran sólo un efecto del café. Y de momento me reconozco adicta, dominada por la dependencia a la cafeína y me doy cuenta que no quiero ni pienso dejar el café, por el mero hecho de que me hace tan feliz.
Le pregunto a mi fumador:
-Cuando no tienes cigarrillos, ¿te da dolor de cabeza y sientes ansiedad por no tenerlos?
-No.
-Cuando vas a meterte el cigarrillo a la boca, ¿sientes como si te fueras a babear de tantas ganas que le tienes?
-No.
-Mientras te lo fumas, ¿sientes como paz y como una sensación de plenitud?
-No
-Cuando terminas, ¿te sientes el ser más afortunado del mundo?
-No.
Por un momento pensé que entendía, comprendía y respetaba su adicción, otro efecto engañoso del café.
Reconozco que se ve hermoso y me parece un acto casi erótico el verlo fumarse un cigarrillo. Recuerdo cuando decía que jamás tendría una pareja que fumara. Acepto también que cuando lo conocí no me molestaba el sabor a fuegos artificiales recién explotados ni el olor de cenicero en sus manos. Pero con el tiempo hasta en el amor existen estadísticas y por lo general las mujeres duran más que los hombres. El promedio de viudez femenino es alrededor de los 65 años. La expectativa de vida de un fumador es de 8 años menos que un no fumador. Él tiene 10 años más que yo. Así que mis cálculos son que a los 47 años voy a ser viuda. Y de pronto la imagen sensual se convierte en una mascarilla y un tanque de oxígeno. Y no puedo evitar concluir que mi hasta que la muerte los separe sea más o menos los años que tengo de vida, que se han ido demasiado rápido. Peor aún, el otro día le pedí que no fumara al lado de la perrita, porque mi lógica es que si sus pulmones son tan pequeñitos, puede desarrollar un enfisema en meses. Nunca he pensado en mis pulmones de esa forma, no he sacado los números de mi expectativa de vida como fumadora de segunda mano. Cuando a mi tía le hicieron la autopsia le encontraron ceniza en los pulmones y nunca en su vida fumó, pero fue una discotequera empedernida. Gracias al cosmos no tengo planes de ser mamá, pero si los tuviera sería después de mis treinta, lo que le garantizaría a mi hijo/a hipotético la orfandad antes de alcanzar la mayoría de edad. Entonces ya mi duda está resuelta, lo que mide si un vicio es realmente un vicio, y si un consumidor es un usuario habitual o un adicto depende de lo que la persona en cuestión esté dispuesta a sacrificar por el objeto de su afición. Yo tomo café y muchas veces me destruye el estómago, pero lo prefiero al dolor de cabeza y al aturdimiento que siento cuando no lo tomo. Sé que la cafeína produce celulitis y que agudiza los síntomas menstruales, el segundo día de mi periodo no tomo café.
Si me ofrecieran un viaje a Europa a cambio de no tomar café nunca más, aceptaría. Si me dijeran que jamás en la vida tendré que hacer una labor doméstica si no tomo café, de pronto el café me sabría demasiado amargo. Si me propusieran vivir en un país sin tapones, donde todas las estaciones tuvieran sus características más hermosas y siempre temperaturas ideales, me volvería fanática del té. Si me dijeran que tengo que escoger entre la literatura y el café, bebería vino para acompañar las tostadas. Si me dijeran que al no tomar más café, el hombre que amo no fumará más y me durará, un par de semanas más, renuncio perpetuamente al divino frenesí del café. A lo mejor mi vicio es otro, tal vez es aún peor, quizás mi necesidad compulsiva no es de una sustancia. Tal vez soy dependiente de algo más tóxico que el resto de los usuarios, soy adicta a un adicto.
Hay domingos que le pregunto si quiere café, contesta infaliblemente que si voy a colar para mí, que le sirva un poco, negro, sin leche, con dos sobres de azúcar artificial. Mientras el café se está colando el corazón se me acelera, como cuando uno va a encontrarse con un amor recién estrenado. Siento que las glándulas salivares me trabajan al doble de la velocidad habitual. Me tiemblan un poco las manos mientras me sirvo en una taza con leche hervida y dos cucharaditas rasas de azúcar morena. Cuando doy el primer sorbo, siento un alivio en todo el cuerpo, se me cierran los ojos, se me tranquiliza el corazón. Termino mi taza de café dejando sólo el fondo, que siempre es muy dulce para mi gusto. Me meto a la ducha y mientras el agua me baja por el cuerpo, siento una felicidad como si me acabaran de decir que me pegué en la lotería. De repente, tengo una iniciativa tremenda por terminar todos mis asuntos pendientes. Dos horas después es solamente un domingo más. Y reconozco que todo ese torbellino de alegría y de resoluciones y planes de acción eran sólo un efecto del café. Y de momento me reconozco adicta, dominada por la dependencia a la cafeína y me doy cuenta que no quiero ni pienso dejar el café, por el mero hecho de que me hace tan feliz.
Le pregunto a mi fumador:
-Cuando no tienes cigarrillos, ¿te da dolor de cabeza y sientes ansiedad por no tenerlos?
-No.
-Cuando vas a meterte el cigarrillo a la boca, ¿sientes como si te fueras a babear de tantas ganas que le tienes?
-No.
-Mientras te lo fumas, ¿sientes como paz y como una sensación de plenitud?
-No
-Cuando terminas, ¿te sientes el ser más afortunado del mundo?
-No.
Por un momento pensé que entendía, comprendía y respetaba su adicción, otro efecto engañoso del café.
Reconozco que se ve hermoso y me parece un acto casi erótico el verlo fumarse un cigarrillo. Recuerdo cuando decía que jamás tendría una pareja que fumara. Acepto también que cuando lo conocí no me molestaba el sabor a fuegos artificiales recién explotados ni el olor de cenicero en sus manos. Pero con el tiempo hasta en el amor existen estadísticas y por lo general las mujeres duran más que los hombres. El promedio de viudez femenino es alrededor de los 65 años. La expectativa de vida de un fumador es de 8 años menos que un no fumador. Él tiene 10 años más que yo. Así que mis cálculos son que a los 47 años voy a ser viuda. Y de pronto la imagen sensual se convierte en una mascarilla y un tanque de oxígeno. Y no puedo evitar concluir que mi hasta que la muerte los separe sea más o menos los años que tengo de vida, que se han ido demasiado rápido. Peor aún, el otro día le pedí que no fumara al lado de la perrita, porque mi lógica es que si sus pulmones son tan pequeñitos, puede desarrollar un enfisema en meses. Nunca he pensado en mis pulmones de esa forma, no he sacado los números de mi expectativa de vida como fumadora de segunda mano. Cuando a mi tía le hicieron la autopsia le encontraron ceniza en los pulmones y nunca en su vida fumó, pero fue una discotequera empedernida. Gracias al cosmos no tengo planes de ser mamá, pero si los tuviera sería después de mis treinta, lo que le garantizaría a mi hijo/a hipotético la orfandad antes de alcanzar la mayoría de edad. Entonces ya mi duda está resuelta, lo que mide si un vicio es realmente un vicio, y si un consumidor es un usuario habitual o un adicto depende de lo que la persona en cuestión esté dispuesta a sacrificar por el objeto de su afición. Yo tomo café y muchas veces me destruye el estómago, pero lo prefiero al dolor de cabeza y al aturdimiento que siento cuando no lo tomo. Sé que la cafeína produce celulitis y que agudiza los síntomas menstruales, el segundo día de mi periodo no tomo café.
Si me ofrecieran un viaje a Europa a cambio de no tomar café nunca más, aceptaría. Si me dijeran que jamás en la vida tendré que hacer una labor doméstica si no tomo café, de pronto el café me sabría demasiado amargo. Si me propusieran vivir en un país sin tapones, donde todas las estaciones tuvieran sus características más hermosas y siempre temperaturas ideales, me volvería fanática del té. Si me dijeran que tengo que escoger entre la literatura y el café, bebería vino para acompañar las tostadas. Si me dijeran que al no tomar más café, el hombre que amo no fumará más y me durará, un par de semanas más, renuncio perpetuamente al divino frenesí del café. A lo mejor mi vicio es otro, tal vez es aún peor, quizás mi necesidad compulsiva no es de una sustancia. Tal vez soy dependiente de algo más tóxico que el resto de los usuarios, soy adicta a un adicto.