jueves, 3 de marzo de 2011

De Resuelves, Resoluciones y “Resolvidas”




Viví con mis papás hasta los 19 años. Hasta ese entonces mis problemas de convivencia se reducían a horas de llegada, el relativo estado de embriaguez de mis aterrizajes, el reguero de mi cuarto, trifulcas fraternales y el poco tiempo que pasaba en mi casa, que en palabras de mi madre se traducían a “tú te crees que esto es un motel para venir a pasar un par de horas y largarte”.

De ahí pasé a mudarme a España con mis dos amigas más antiguas. Demás está decir que el frío y la distancia cambian la perspectiva de absolutamente todo y tienen la habilidad cuasi mesiánica de convertir las cosas relativamente importantes en trascendentales y aquellas que eran el centro del universo en nimiedades. Nuestras guerras civiles giraban en torno al uso del agua caliente, la taza de café que se encontraba sin fregar justo cuando uno más la necesitaba antes de salir, la insoportable manía de dejar las cajas y los envases vacíos en la alacena y la nevera como un descuido, pero con el efecto deplorable de romperle el corazón a la que soñaba con un chocolate caliente y una galleta al regresar de un día entero en una ciudad que se camina en pleno invierno, la constante aparición de desconocidos visitantes sin previo aviso, la incapacidad de cambiar el papel de baño, el asco de encontrar pelos en todos sitios, peleas casi de lucha libre por la chuleta más grande, culebrones venezolanos por los turnos para usar la computadora y el teléfono, el odio de alguna a los pimientos, la insistencia de la otra en saber dónde estábamos absolutamente todo el tiempo, mis tendencias nudistas, mis constantes lloriqueos agarrada a un auricular y el terrible rol de madre que me dio con asumir. Todos los días quería regresar.

Cuando regresé, todos los días quería irme (lo que después de ahí se convirtió en volver) y nunca ha dejado de ser así, hasta el sol de hoy. A mi madre le empezó a molestar hasta el que yo contestara el teléfono diciendo “¡Hola!” en vez de Jelou, cuando me daba un golpe decía “La puta!”, o peor aún “me cago en la hostia”. Empecé a cuestionar los hábitos alimenticios de mi familia y ellos los míos. No comprendía por qué ponían absolutamente todo en la nevera, hasta el azúcar. Mami decía: “cuando te fuiste el país estaba lleno de hormigas, eso no ha cambiado porque te fuiste y regresaste”. Yo bebía más que antes, tanto vino como café. Tomaba siestas y estaba cansada todo el tiempo, mi novio decía que no sabía donde había dejado a su novia pero definitivamente ya no estaba en mí. Aún así nos casamos.




Este año se cumplirán 2 años viviendo sola por primera vez en mi vida. Y cuando la cosa se ha puesto fea, mi familia me ha ofrecido su casa. Y tendría total sentido económicamente, no pagaría renta, ni agua, ni luz, no me gastaría ni la mitad de lo que gasto comiendo fuera y no viviría “sola”. He barajeado también con amigas la posibilidad de ser “roommates”, partir gastos por la mitad, negocio redondo en cualquier marco teórico. Soy buena con los números, pero me niego a vivir de, a, ante bajo, cabe, con, contra, de, desde, para, por, según, -ellos (las preposiciones son las putas de los idiomas).


Numéricamente hablando sería lógico, práctico, estratégico, funcional, todas las cosas que nunca he sido. Me sobraría dinero para mis viajes y mi vida se simplificaría a niveles incalculables. Pero por alguna razón que reside entre mi terquedad y mi pasión por lo complejo, me resisto a renunciar a mi soledad. Porque mi soledad implica demasiadas cosas y aunque me quedan rezagos de mi última convivencia, como por ejemplo poner los ganchos todos en una misma dirección, oler los platos y los vasos después de fregarlos, poner el papel de inodoro en la dirección *correcta*, llenar la cama de almohadas para ocupar los espacios vacíos en mi cama, en mi espalda y entre mis piernas. Poco a poco he ido creando consciente e inconscientemente revoluciones contra el régimen en el que viví.


Me niego a secarme, me baño (mínimo dos veces al día) y ando chorreando agua por toda la casa, me niego a poner cortinas en las ventanas y ando desnuda más de tres cuartas partes del tiempo, tiro los zapatos al aire cuando llego de mis días de 37 horas sencillamente porque puedo, duermo con ropa solamente cuando estoy profundamente triste, tengo una estufa ornamental porque me parece un desperdicio cocinar para mí sola, tengo una nevera vacía, que en sus mejores momentos tiene comida de perro, agua, cerveza, una botella de vino abierta y cuando me siento lujosa; pan, jamón, queso y papaya.


No lavo ropa en dos semanas y después me paso un domingo entero lavando, secando y guardando ropa, mapeando y disimulando el reguero, usando tan sólo un pinche en el pelo y Frank Sinatra a todo pulmón. De vez en cuando salgo a botar la basura en la covacha y sólo cuando entro me doy cuenta de que salí al pasillo en ropa interior. Desde mi comedor se escuchan las protestas en mi universidad que me obligan a ponerme chancletas y salir, persiguiendo el sonido de las consignas, con las llaves y el celular y la poca fe que me queda en el país, a desgalillarme y gritar que quiero una universidad libre, porque es lo poco que no nos han quitado del todo y los hijos que no sé si tendré me lo echarán en cara. Hay noches que cuesta dormirse y me baño con soluciones para bebés inquietos, tomo té de valeriana, hago las paces con la melatonina, me doy baños maratónicos y cuando no logro que el cuerpo me responda a estímulos acuáticos, tomo decisiones importantes bajo la ducha; dejar las pastillas anticonceptivas porque llevo más de un año sin pareja-pareja, volver a bailar belly dancing, salir de mi carro y comprarme algo que se parezca más a mí (una yipeta con toda probabilidad), darme dos viajes este año con fondos de préstamos estudiantiles, adoptar un niño a los 32 años, tirarme de un paracaídas para superar(lo)/(me), delinear mis próximos 3 tatuajes y decidir de una vez y por todas su localización, donar sangre antes de volverme a marcar porque nunca siento que hago suficiente, volverme un as en mi trabajo y jugando domino, volver a correr tres veces en semana y broncearme como si viviera en una puta isla tropical.




Llevo semanas intentando escribir, dos meses para ser exactos porque este año se me anda escurriendo por todas partes como si intentara cargar cántaros de agua con mis dos manos. Vivo tropezando con mis propios pies, estudiando sólo tres días a la semana, si es que se le puede llamar estudiar a mi extraña práctica de llegar al menos diez minutos tarde a la clase intentando parecer, no sólo preparada si no al menos interesada, resistiendo mis deseos de pasarme la hora y veinte minutos poniéndome al día en los tuits de perfectos desconocidos que se pasan el día dándome ánimo y haciéndome reír de tragedias locales y noticias trascendentales que ignoraría si no fuera por esta hermosa adicción que arrastro a todas horas. Me paso obligándome a ignorar la realidad evidente de que los únicos temas que me interesan son la narcoliteratura y los derechos de autor, más por la literatura que por el narco, más por el autor que por los derechos. Vivo pidiéndole perdón a mis perros por no pasar suficiente tiempo con ellos, vivo postergando la recogida del carro, el poner el apartamento en orden, el guardar el árbol de navidad que si no fuese metálico estaría rancio desde mucho antes de las octavitas. Tengo poco tiempo de celebraciones, pero me lo permito, tropiezo en la grama de la universidad intentando tomarle fotos a un arcoíris doble que se dio el lujo de salir un miércoles mierdoso, he celebrado una por una las diez orquídeas que se han dado en mi cocina casi por reproducción espontánea. Y sigo echándole lavanda y camomila a mis sábanas, calentando la colcha en la secadora antes de acostarme en las noches más duras y dándole al snooze del despertador las veces suficientes como para no tener el tiempo de darme cuenta de que hace demasiadas mañanas que no abro los ojos al lado de otros ojos.

Pero me despierto y decido si hay silencio o música. Si el cuerpo me pide playa me toma menos de 7 minutos estar de camino. Si quiero beber vino lo compro y me lo bebo y nadie me reclama porque sea de día o porque sea lunes. Llego a la hora que quiero y si no quiero llegar no lo hago. Nunca viene nadie a mi casa que yo no quiera que venga, por eso son contados lo que han visto cómo vivo. Si quiero cometer un error craso a las 3 de la mañana puedo hacerlo. Les escribo a mis padres que llegué bien o al menos que estoy viva, porque una desventaja de vivir sola es la sensación esa de desasosiego de que si desaparezco la gente podría tardar días en darse cuenta, de que si me caigo en el apartamento y me quedo inmóvil, tendría que arrastrarme al pasillo y esperar a que un vecino me viera.

Y salgo, salgo todo el tiempo, me amanezco como si tuviese una edad más cercana a los veinte que a los treinta, más cercana a los quince que a los cuarenta. Voy a todas partes porque siempre siento que me estoy perdiendo de algo, que me estoy saltando puntos de destino y que si me quedo en mi casa puede que me pierda ese cruce cósmico que hará que mi vida cambie y la suerte me sonría aunque sea de lejitos y por un tiempo razonable. Y ceno como reina, no porque me sobre el dinero, la realidad es que llevo la vida entera viviendo de quincena en quincena y no veo esa realidad cambiar en las próximas quince quincenas. Ceno como reina porque algunas veces, en especial los viernes me cuesta todavía comer sola y comer rico me distrae los datos. Siempre le he tenido miedo al cambio, algo en mi ascendente en cáncer y el venir de una familia de un matrimonio unido sin interrupciones y es por ese mismo miedo que me he mudado tanto, que he trabajado en tantos sitios que no tienen que ver los unos con los otros. No sólo por complacer a las 17 mujeres que intentan convivir dentro de estos escasos cinco pies, sino porque así enfrento mis fobias, obligándome, como una persona con vértigo que se une a un escuadrón de paracaidistas, así como me comprometí a los 19 años teniéndole un profundo terror al compromiso.

No estoy resuelta ni lo estaré y por lo mismo no quiero resolver gente. No quiero curar heridas de nadie. No quiero adiestrar personalidades bestiales, ni enamorar al que no quiere enamorarse. Quizás por eso he dado todas las excusas, he dicho que sigo casada, doy el número de teléfono y advierto que nunca contesto las pocas veces que doy el correcto, digo que me busquen en Facebook y nunca acepto el friend request, me mantengo jugando con fuego en sitios donde sé que se alumbran con velas artificiales, aprendí a evitar los mensajes ebrios cambiando los nombres de susodichos por razones de peso para no humillarme más y no importa cuán borracha esté, este cerebro funcional no me permite enviar un mensaje a un destinatario inscrito como: “You’re not Good Enough for His Mom”.

Aquellos que me han tentado a quererlos terminan o están con mujeres menos fuertes, menos escandalosas, con menos carne, con menos boca, con menos años, con menos líos, con menos decibeles, con menos opiniones, con menos actitudes, con menos mujeres dentro. Y ha sido bonito verlos tocando públicamente cuerpos queridos que no son el mío. Ha sido aleccionador reconocerme como un ente resolutorio. Ha sido satisfactorio sentirme puente, rito de iniciación, vamos, la valeriana o el parche de nicotina de un ex adicto. Es bueno saberse terapéutica, rehabilitadora, mediadora. Aunque parezca mentira resulta consolador cuando uno se tiene que arrastrar con fiebre a una cocina para mojarse los labios con un trozo de hielo saber que le facilitó a alguien no tener que mendigar “public displays of affection”. Exactamente igual que cuando recibí un mensaje de texto este diciembre (dos años demasiado tarde) diciéndome: “me acabo de dar cuenta que en los últimos 5 años, tú montaste mi árbol de navidad, hoy descubrí cuánto trabajo da y me prometí que jamás la persona que amo hará cosas como esta sola”. Ya saben por qué el de este año fue metálico y recibe triunfante el mes de marzo en mi sala.

Este mes me salió una úlcera en el ojo derecho, es una larga historia, entre que le falta curvatura a mis córneas y me sobra torpeza, tuve que estar yendo al médico, levantándome a cada hora para echarme gotas y mis compañeros de trabajo riéndose y diciéndome que necesitaba un despertador humano. Mi nueva imagen es perennemente cuatro ojos. Mi versión oficial es que mis ojos vieron más de lo que querían ver, pero aparentemente sólo cicatrizo con violencia. La doctora me explicó que sólo me quedaba una nubecita blanca, pero que ya tengo tejido nuevo y que poco a poco desaparecerá, es una herida como cualquier otra, sólo que no hay sangre en esa superficie y tarda en regenerarse. No sé cómo explicar lo feliz que me hacen las explicaciones. El otro día cuando vi a la última figura que me rompió el corazón, prácticamente hacerlo de nuevo en cámara lenta y con música de fondo, un amigo agnóstico que adoro con el alma y su recipiente, tuvo la amabilidad y la genialidad de consolarme así: “tienes esa memoria en la amígdala (cerebral) que es la que guarda información o memoria emocional. Con el tiempo, la sucederán otras emociones que borrarán esas memorias de las amígdalas, pues la cabrona es bastante vaga y no guarda mucha información. Así que pasará al hipocampo donde las memorias son asociaciones lingüísticas. Ahí pues ya no dolerá tanto y se irá borrando con todos los demás estímulos lingüísticos a los que estás expuesta.”






Vivo sola y es lo único simple que tengo y necesito en la vida. Después de todo hay tanta gente dentro de mí, que en realidad somos más como una comuna. Sin contar con mis amigas que son una tropa de amazonas, mis perros que son serafines y mi familia que es una mafia italiana. Lo peor de todo es que no tener un plan, hace que todo sea una opción. Él no tener límites hace que nos desboquemos, en especial gente como yo, para quienes desbocarse es una tendencia tan fuerte como la gravedad. Me paso escupiendo pensamientos de 140 caracteres para tranquilizar mi necesidad de escribir. Mi soledad/libertad ha hecho que mis oraciones se hayan vuelto simples y cortas también. Ya no me congrego pero sigo rezando. Directo al punto porque algo me dice que Dios (al menos al que yo le rezo) tampoco le gustan los rodeos. Así que pido que bendiga a la gente que amo, la que alguna vez amé y la que amaré, que me arranque del corazón a aquellos que no supieron, saben, ni sabrán quererme y que me mantenga o me ponga en el corazón a aquellos que sí. Que se meta directamente en la mente del gobernador porque obviamente los mensajeros no están siendo efectivos, que no deje a mi país sin educación, que mi sobrina nazca perfecta, que mantenga vivas mis orquídeas, que mantenga alejadas las hormigas, que me deje viajar, que detenga el hambre, la guerra, el discrimen y el analfabetismo. Que no tiemblen las islas que apenas podían sostenerse estando quietas. Que no necesito encontrar el amor todavía, no hay prisa, porque a decir verdad dudo intermitentemente de su existencia. Pero que se ponga pálido y al menos me mande un buen resuelve o mejor aún que me inunde de suficientes asociaciones lingüísticas de las mágicas, para resistir la tentación de darle un número falso cuando lo tenga de frente.