miércoles, 30 de abril de 2008

Viciosa



Tengo pocos vicios, tal vez no tengo ninguno, porque los vicios a veces dependen de su ilegalidad para validarse. Si son legales, en mi concepción, necesitan hacer daño, casi siempre a uno mismo. Mi compañero fuma, no mucho, de 3 a seis diarios, diría yo. Casi siempre fuma de noche, especialmente cuando bebe, no concibe una cosa sin la otra. Los fumadores empedernidos no lo considerarán un fumador, yo (en mi ignorancia respecto a los placeres de la nicotina) difiero. Si se acaban los cigarrillos, independientemente de la hora en que pase, se vestirá, se montará en el carro e irá en busca de una cajetilla. Lo he visto no fumar por semanas y no tiembla, pero su tolerancia se minimiza, su sentido del humor desaparece y su capacidad de ofenderse se eleva a niveles nunca antes vistos. Su respiración se le escucha serenita mientras duerme, la piel le adquiere casi automáticamente una lozanía distinta, tiene aún más resistencia en sus corridas, desaparece la carraspera matutina y sus manos huelen a harina cociéndose.
Hay domingos que le pregunto si quiere café, contesta infaliblemente que si voy a colar para mí, que le sirva un poco, negro, sin leche, con dos sobres de azúcar artificial. Mientras el café se está colando el corazón se me acelera, como cuando uno va a encontrarse con un amor recién estrenado. Siento que las glándulas salivares me trabajan al doble de la velocidad habitual. Me tiemblan un poco las manos mientras me sirvo en una taza con leche hervida y dos cucharaditas rasas de azúcar morena. Cuando doy el primer sorbo, siento un alivio en todo el cuerpo, se me cierran los ojos, se me tranquiliza el corazón. Termino mi taza de café dejando sólo el fondo, que siempre es muy dulce para mi gusto. Me meto a la ducha y mientras el agua me baja por el cuerpo, siento una felicidad como si me acabaran de decir que me pegué en la lotería. De repente, tengo una iniciativa tremenda por terminar todos mis asuntos pendientes. Dos horas después es solamente un domingo más. Y reconozco que todo ese torbellino de alegría y de resoluciones y planes de acción eran sólo un efecto del café. Y de momento me reconozco adicta, dominada por la dependencia a la cafeína y me doy cuenta que no quiero ni pienso dejar el café, por el mero hecho de que me hace tan feliz.
Le pregunto a mi fumador:
-Cuando no tienes cigarrillos, ¿te da dolor de cabeza y sientes ansiedad por no tenerlos?
-No.
-Cuando vas a meterte el cigarrillo a la boca, ¿sientes como si te fueras a babear de tantas ganas que le tienes?
-No.
-Mientras te lo fumas, ¿sientes como paz y como una sensación de plenitud?
-No
-Cuando terminas, ¿te sientes el ser más afortunado del mundo?
-No.
Por un momento pensé que entendía, comprendía y respetaba su adicción, otro efecto engañoso del café.
Reconozco que se ve hermoso y me parece un acto casi erótico el verlo fumarse un cigarrillo. Recuerdo cuando decía que jamás tendría una pareja que fumara. Acepto también que cuando lo conocí no me molestaba el sabor a fuegos artificiales recién explotados ni el olor de cenicero en sus manos. Pero con el tiempo hasta en el amor existen estadísticas y por lo general las mujeres duran más que los hombres. El promedio de viudez femenino es alrededor de los 65 años. La expectativa de vida de un fumador es de 8 años menos que un no fumador. Él tiene 10 años más que yo. Así que mis cálculos son que a los 47 años voy a ser viuda. Y de pronto la imagen sensual se convierte en una mascarilla y un tanque de oxígeno. Y no puedo evitar concluir que mi hasta que la muerte los separe sea más o menos los años que tengo de vida, que se han ido demasiado rápido. Peor aún, el otro día le pedí que no fumara al lado de la perrita, porque mi lógica es que si sus pulmones son tan pequeñitos, puede desarrollar un enfisema en meses. Nunca he pensado en mis pulmones de esa forma, no he sacado los números de mi expectativa de vida como fumadora de segunda mano. Cuando a mi tía le hicieron la autopsia le encontraron ceniza en los pulmones y nunca en su vida fumó, pero fue una discotequera empedernida. Gracias al cosmos no tengo planes de ser mamá, pero si los tuviera sería después de mis treinta, lo que le garantizaría a mi hijo/a hipotético la orfandad antes de alcanzar la mayoría de edad. Entonces ya mi duda está resuelta, lo que mide si un vicio es realmente un vicio, y si un consumidor es un usuario habitual o un adicto depende de lo que la persona en cuestión esté dispuesta a sacrificar por el objeto de su afición. Yo tomo café y muchas veces me destruye el estómago, pero lo prefiero al dolor de cabeza y al aturdimiento que siento cuando no lo tomo. Sé que la cafeína produce celulitis y que agudiza los síntomas menstruales, el segundo día de mi periodo no tomo café.
Si me ofrecieran un viaje a Europa a cambio de no tomar café nunca más, aceptaría. Si me dijeran que jamás en la vida tendré que hacer una labor doméstica si no tomo café, de pronto el café me sabría demasiado amargo. Si me propusieran vivir en un país sin tapones, donde todas las estaciones tuvieran sus características más hermosas y siempre temperaturas ideales, me volvería fanática del té. Si me dijeran que tengo que escoger entre la literatura y el café, bebería vino para acompañar las tostadas. Si me dijeran que al no tomar más café, el hombre que amo no fumará más y me durará, un par de semanas más, renuncio perpetuamente al divino frenesí del café. A lo mejor mi vicio es otro, tal vez es aún peor, quizás mi necesidad compulsiva no es de una sustancia. Tal vez soy dependiente de algo más tóxico que el resto de los usuarios, soy adicta a un adicto.

jueves, 24 de abril de 2008

Cuasi infarto...



Me recuesto en el sofá, el momento que llevo esperando desde que salí por la puerta. Amélie se me sienta en el pecho y me estiro para llevar mi cabeza al descansa brazo. Justo cuando intento alzar mi torso apoyándome en mis codos, siento una punzada desde la izquierda de mi pezón izquierdo atravesándome diagonalmente las costillas y llegando hasta la espalda. En el mismo medio del dolor más agudo que he sentido, recuerdo que por ahí, muy cerca, está mi corazón. No podía respirar y sentí pánico. No vi imágenes de mi vida, ni pensé en nadie, pensé en mí, egoístamente en mí. Tal vez tiene que ver con que no soy madre, de seguro las madres piensan en sus hijos cuando creen que se van a morir, o al menos eso dicen. Empecé a decirme tranquilízate, tranquilízate, que tal vez el infarto te lo estás terminando de provocar tú misma, respira…Pensé, que me iba a morir sola, y que me iban a encontrar muerta con la perra lamiéndome las orejas. Comprobé mi teoría de que lo último que se pierde no es la esperanza, es el miedo.
Agarré mi celular y marqué el número de consultas telefónicas de mi plan médico, una grabación decía que si esto era una emergencia, que colgara inmediatamente y llamara al 911. Pensé que si hubiera sabido que era una emergencia eso haría y por eso los llamaba a ellos para que me dijeran si era o no una emergencia. Imagínate que llegue una ambulancia porque yo tengo dizque un infarto, y sea un gas, habrá cosa más humillante que esa. Prefería a Amélie mordiéndome los lóbulos fríos.
La enfermera clínica me pregunta si padezco de la presión, diabetes, si soy paciente cardiaca, si tengo un soplo en el corazón, si tengo el colesterol alto, contesto no, no, no que yo sepa, no hasta ahora, no gracias a Dios. El miedo me ha vuelto más católica. Me pide el número de teléfono para poder llamarme si se corta la llamada. Que le describa el dolor, que si hice alguna fuerza, que si pasé un mal rato. Dolor agudo en el pecho, como una puñalada, no puedo respirar bien, solamente mapié, malos ratos todo el día, pero ninguno desde que llegué. Me dice que hay que abrirme un record. Me desespero y le pregunto, dígame si así se siente un infarto, como lo que yo estoy sintiendo, ¿esto puede ser un infarto? (para de una vez colgar y llamar al 911, bien mandada yo). Me dice que se siente así mismo pero que si fuera un infarto no podría hablarle como lo estoy haciendo, que el teléfono tiene un mecanismo especial que ella puede escuchar mis palpitaciones mientras le hablo, yo no le creo. Me dice que puede ser muscular o tal vez gases. Segunda teoría comprobada, me libré del ridículo. Me pide el número de contrato de mi plan, de momento recuerdo que esto es un servicio que aparentemente alguien paga. En lo que busco la tarjeta me pide nombre, fecha de nacimiento, seguro social, dirección, le dicto los trece números que aparecen en la tarjeta y me dice que hay algo mal. Los números, se los repito, hay algo mal. Parece ser que mi tarjeta está vencida, le explico que trabajo para el plan que probablemente la nueva está en el carro, me dice que busque la tarjeta y cuando encuentre la vigente la llame inmediatamente, cuelga. Me empiezo a reír y el dolor se intensifica, pero no voy a buscar nada, (me digo) no debe ser nada de preocuparse si la señora me colgó por un problemita con los dígitos, ¿y si llama ella a la ambulancia? No, ella tiene mi número, busco la tarjeta por si las moscas, no vaya a ser que mande a la ambulancia y sí sea un infarto y no me ayuden por el mismo dichoso numerito que falta o que sobra.
Pasaron más de 24 horas y nunca me llamó. Hoy fui a una doctora, pero me atendió una enfermera, por un momento pensé que podía ser la misma de ayer, que tiene un part-time y que tal vez me regañaba. Me tanteó los senos, me preguntó si estaba ovulando, menstruación, me señaló un tejido inflamado, me toqué yo misma, es una costilla, la corregí, ella se rió de mi, costilla ni costilla, es un tejido mamario inflamado. Creo que reconozco mis costillas. No se lo dije. Me dio un crash course de cómo hacerme un auto examen del seno. Me dijo que yo era muy joven, pero que no estaba de más. Me preguntó si había historial de cáncer de mama en mi familia, le dije sí mi tía. a los 32. yo tengo 23. me tomó la presión y el pulso. Me acostó en la camilla esa forrada de papel, me puso unos chuponcitos regados por el cuerpo, un electrocardiograma, pensé en el Niágara en Bicicleta de Juan Luis Guerra. No era necesario estaba segura insistió. Me dolió mucho acostarme, el dolor más fuerte que ayer. Me mandó a quitarme la camisa porque tenía un broche de metal, también las sortijas y la cadena. Me dijo que no me iba a doler nada y que las cosas de metal interferían con el examen. Seguía teniendo interferencia, mi brassier tiene varillas, omití información. Por alguna extraña razón pude confesarle que mis panties tenían rhinestone. Ella se rió otra vez, esta enfermera era más feliz que la de anoche o soy mucho más graciosa de lo que creo. Estás muy ansiosa, tienes que respirar suavecito. Todavía demasiado fuerte, niña qué ansiedad. Tienes que estarte quieta y respirar lo más despacio que puedas. Mira, tu respiración está tan acelerada que dañaste el electrocardiograma. Eso no me ayuda a relajarme. Me empieza a hablar de una playa, de las olas, de la brisa, yo pienso en mi perra y la cara de susto que tenía anoche. Estás respirando un poco más suave, todavía no tanto como quisiera pero ni modo. Me dijo que viviera un día a la vez, que Dios lo tenía todo bajo control. Me dio agua de azahar. Le pregunté qué tenía, me dijo que salió todo bien, que tenía osteocondritis. Sonaba peor que un infarto. Tengo los cartílagos que unen las costillas con el esternón inflamados. Ella me lo explicó mejor, usó las baby back ribs que nos comemos y las partes duritas difíciles de morder. Me pasa a menudo, creo que tengo cara de idiota. La explicación científica la saqué de Wikipedia. Incluso decía que el que padece de esto suele entrar en pánico porque sus síntomas son sumamente parecidos a un infarto. La doctora me recetó un antiinflamatorio y un relajante muscular para dormir. Me recomendó comprar té de camomila, pero que si mis niveles de ansiedad siguen fuera de control; debo regresar para que me receten algo para eso. La enfermera me dio el teléfono de una masajista, le pregunté si eso ayudaba para la ostecon... Me dijo que no, que para la osteocondritis me puedo aplicar frío y calor, descansar, evitar cargar cosas pesadas y movimientos bruscos. La masajista era para la ansiedad, que le pida a mi marido que me la pague y que me deje vivir en paz. Yo le dije que mi esposo me había dicho que eso tenía que ser tensión. La enfermera dedujo que él era el causante. Antes de irme me dijo que el dolor que yo tenía, un hombre no lo aguantaba. Nosotras estamos diseñadas para poder soportar más dolor. Nuestros cambios hormonales nos producen ansiedad, pero también hacen que vivamos más que ellos, por eso les dan más infartos. No tengo las estadísticas para comprobarlo. Me insistió en el autoexamen de los senos, que me pase dos deditos unidos alrededor del pezón, buscando, buscando como un relojito, hasta llegar a las axilas, que use aceitito o lo haga mientras me baño. Siempre creí que eso una lo hacía estando acostada. Me puso dos parchos de Ben-Gay que se asoman por el borde de mi camisa, tengo que responderle a la gente cada vez que se fijan. Ya sé lo que se siente un infarto, y cómo hacerme un auto examen, nunca más podré comer costillas, me he memorizado el número de mi tarjeta de plan médico, (es más importante que mi licencia y mi seguro social) aprendí que pensar en mi perra con cara de susto me relaja, que hay enfermeras burocráticas y otras terapéuticas y que hay cosas que no tienen sentido y que por absurdas, son tan bonitas.

jueves, 17 de abril de 2008

Amor Inter-Genus


Te digo que a mí me gustan los gatos, más que los perros, en el fondo quisiera ser felina. Los gatos tienen una sensualidad netamente femenina. Nunca he visto un gato torpe, no tropiezan, no se caen, son criaturas con una coordinación motora magistral. Caminan casi en puntas, alternando un paso frente al otro; siempre en pasarela. Duermen casi 16 horas diarias, dominan el arte de ignorar, manejan la distancia como un arma de control. Admiro su independencia, su sentido de dirección, la habilidad de treparse de sitio en sitio como si no existiera riesgo de caer. Me encantan sus ronroneos, como les vibra el centro de sí cuando están felices, sin que nadie lo pueda notar que no esté suficientemente cerca. Amo la capacidad que tienen de acercarse sólo cuando quieren, sólo cuando alguien les da buena espina. Envidio su naturaleza ordenada, la forma en que mantienen sus pieles siempre limpias. Los gatos son elegantes, hasta los más satos tienen clase, de esa clase con la que uno nace o no, sin importar si es hereditaria o si es congruente con el lugar de origen. Es una clase que emanan ciertos seres sin el menor esfuerzo. Les gusta ser acariciados, cuando quieren. Tienen mood swings, nacen potty trained, les pones una caja de arena y ya saben qué hacer. No olvidan, me parece que no quieren. No los puedes meter en un bulto y llevártelos por todas partes como si fueran muñecas, tienen personalidades definidas, fortaleza de carácter. No puedes saber cómo se sienten con mirarles las caras. No todos lamen y los que lo hacen, les pasan sus lenguas secas y porosas a quienes aman. Se restriegan contra las piernas de la gente, no por lo especial de esa persona en particular sino porque tienen la necesidad inalienable de ser acariciados, igualmente lo harán contra una mesa o la pata de una silla si no hay un ser humano a su disponibilidad. Si los dejas solos por periodos prolongados de tiempo, se sienten abandonados y te retiran la confianza. Te obligan a la reconquista casi diaria, obtener su amor día a día es un triunfo cotidiano.
Entonces intentas convencerme de que los perros aman más que los gatos, obviamente difiero, me refraseas: aman mejor. Mi primer argumento es su superioridad intelectual, el segundo su capacidad de amar desde la razón. Por un momento no parece ser un debate canino felino. Tengo que reconocer que todo lo perdonan, que se mean encima de la emoción, que cuando uno regresa de viaje te reciben con la misma emoción de un mes antes, o tal vez más. Que la memoria sólo les sirve para el agradecimiento no para el reproche. Tienen las lenguas mojadas, los ojos más expresivos (en parte se lo deben a las cejas, los gatos no tienen cejas, te digo), tienen los cuerpos más calientes, mueven la cola. Te persiguen como si su vida dependiera de ello, lloran cuando están tristes, te extrañan, les puedes enseñar lo que te venga en gana, te protegen. Puedes tratarlos mal por un momento y se alejan un instante y regresan a la carga con el amor intacto. Te hacen sentir que alguien depende de ti, que alguien te espera. Mientras que si un gato regresa todos los días a tu lado, tienes la certeza de que está porque quiere estar, porque sabe que lo esperas.
Hay veces que no logramos convencernos, que nadie parece tener la razón, entonces te retiras sonriendo, porque al menos no perdiste. Yo te persigo por toda la casa, lo suficientemente cerca para casi casi hacerte tropezar. Cuando te detienes escucho como tu centro vibra, te ríes y adivino tu lengua seca y porosa, mojándose por mí.

jueves, 10 de abril de 2008

Más de locos, que de poetas...


CARTA AL PERIÓDICO EL NUEVO DÍA
Me refiero en esta carta a un artículo publicado el lunes 7 de abril titulado “Y con los loquitos, ¿qué hacemos?”. Con el nombre tuve la falsa expectativa de que leería una columna que trataría el problema que tenemos en el país con la falta de facilidades y ayudas gubernamentales para el tratamiento y cuidado del paciente mental. Atribuí el diminutivo “loquitos” a cierto grado de ternura y compasión hacia los ciudadanos que tienen alteradas sus capacidades cognoscitivas. Cual fue mi triste sorpresa cuando la autora (que se autodenomina escritora) utilizó vocabulario despectivo para referirse a estas personas tildándolos de “más tostao’que una caja de corn flakes, pasado de rosca, anida guayabitos en la azotea, incordio, amenaza a la seguridad pública, etc…” No sólo me pareció excesivo el uso de epítetos, sino que tomando en consideración la riqueza del español, existe una amplia selección de palabras para denominar a una persona mentalmente discapacitada. El artículo, que carecía de enfoque, justificaba a los “ pobres policías a quienes les cae sobre sus espaldas la infame responsabilidad de disponer de ellos”. Según la señora el estado no le deja otra alternativa a la policía que “acribillarlos a tiros en defensa propia”. No sé en qué manual o en el código civil de cual país la palabra acribillar puede estar en la misma oración que el concepto de defensa propia. La defensa propia nunca se define con diez tiros. Además, no entiendo por qué califica la responsabilidad de infame, ¿acaso tiene más honra trabajar con adictos, dueños de puntos, asaltantes y violadores, que solucionar situaciones que envuelven a pacientes mentales? Coincido con la “escritora” en el sentido de que los policías no están especializados en esto, pero, ¿sería demasiada piedad un tiro de aviso?, ¿acaso la Policía no están adiestrada para lidiar con situaciones extremas, para proteger la vida del ciudadano, tener una conducta ejemplar y por sobretodas las cosas velar por el bienestar y la seguridad de la familia puertorriqueña?
Estoy de acuerdo con que el gobierno no provee opciones para que las familias puedan ayudar a sus enfermos mentales. Me consta que no hay procedimientos funcionales ni tratamientos accesibles para muchos de ellos. Pero de eso a que los policías no tengan más remedio que tirotear a un paciente de esquizofrenia debería haber un largo trecho. Si como dice la señora de poetas y locos, todos tenemos un poco, ¿será que nuestros incapacitados mentales no son parte de nuestras familias? Me parece errado declarar que un “loquito” está por encima de la ley, no es procesable por ser una persona que no tiene pleno ejercicio de su razón, ni la capacidad mental suficiente para conocer y reconocer las consecuencias de sus actos. No sé si a la señora le parecería justo que encarcelaran a un paciente mental que padece de delirios, que tiene privadas sus facultades mentales, que su percepción de la realidad está atrofiada y por lo tanto sufre de trastornos en su conducta. Dudo que las familias de estos pacientes llamen a la policía con la esperanza de que dispongan a tiros de su hijo, primo, hermano, que está sufriendo una crisis. Decir que un paciente mental “no tiene reparos en dar rienda suelta a sus demonios internos”, no sólo refuerza los prejuicios sino que denota un desconocimiento garrafal sobre el tema. Estas personas muchas veces tienen desbalances químicos que son totalmente tratables y que podrían ser funcionales si tuvieran el acceso al tratamiento necesario. Estos individuos o susodichos, Sra. Casanova, que para usted no tienen nombres o desconoce de la condición particular que les aquejan, son seres humanos que en muchos casos (los más afortunados) tienen padres y hermanos que les aman, como usted ama a sus familiares que tienen actitudes cotidianas consideradas normales. Lamentablemente muchos no tienen los medios para internarlos en lugares donde los puedan atender y cuando les obligan a recibir tratamiento, es por un tiempo limitado. Tal vez nunca pensamos en la salud mental del pueblo hasta que pasa una desgracia o hasta que un miembro de la familia o un amigo la sufre de cerca. De otro modo nos conformamos con señalar y tenerle pena al pobre vecino que tiene que escuchar a través de una pared al “incordio” de la casa de al lado. Es meritorio hablar de este tema, es imprescindible pedir acción a las entidades correspondientes, pero es fundamental el respeto y la compasión hacia estos seres y sus familias. No porque sea de “sociedades civilizadas”, sino porque es de humanos la conmiseración y la solidaridad.

miércoles, 2 de abril de 2008

Me gusta...(porque sí)


Me gusta cerrar bien las piernas después de hacer el amor, me gusta el olor de la boca de una de mis gatas, me gusta chuparme el dedo pulgar izquierdo, me gusta imaginarme la cara de los poetas, me gusta inventarle historias a los desconocidos, montar las posibles conversaciones de la gente que habla a lo lejos, arreglarle las facciones a la gente fea, me gustan las barbillas de los hombres, me gusta tener una copa de vino en la ducha mientras me baño, me gusta que la gente se sorprenda con la fuerza de mis manos, me gusta caminar desnuda por las partes de mi casa donde no hay cortinas, medirme ropa que no puedo comprar, el olor de ciertas marcas de gasolina, una buena cerveza en botella verde original súper fría y tomármela a velocidad, me gusta ver los precios de los pasajes casi semanalmente sin tener horas de vacaciones acumuladas, comer sola en un restaurante y que la gente crea que me plantaron, como se hinchan mis senos cuando estoy en menstruación, llorar la primera vez que escucho una buena canción, me gustan los acentos de la gente, los bebés que no son míos, los viejitos en pareja, me gusta prácticamente todo lo que tenga chocolate, escuchar a Frank Sinatra cuando está lloviendo, escuchar a Estopa y creerme que aún vivo en España, que la gente me trate como que no he vivido, me gusta hacer a la gente reír, sentir ese cuerpo caliente pegado a mi columna vertebral en las noches, escribir un poema con rabia y después no reconocerlo cuando lo leo, comerme algo que yo hice y que haya quedado espléndido, me gusta adivinarle los signos zodiacales a la gente, vestirme de negro, no peinarme, no usar ropa interior los Domingos, los masajes en los pies, los besos en el cuello, que me toquen el pelo para quedarme dormida, los profesores con barba, las playas vacías, las ventanas que se abren hacia fuera, los boleros viejos, lo sensual de los saxofones, que casi nadie me haya visto bailar belly dancing, releer las frases célebres que marco en mis libros, pasar horas en el colmado, no ponerle fecha a nada, botar las cosas algunos días, los lirios Casablanca, los ojos de las jirafas, descubrir una nueva palabra, el cine extranjero, estrenarme algo, lo que sea. Me gusta recibir cartas, llorar en el carro, una batida de papaya hecha por una dominicana, un mangú de desayuno, el sabor a triunfo que tiene el blackout, ir a un café gringo y sentirme culpable, pasarle los dedos a los platos cuando termino, el olor del dinero, de los marcadores, de mi ombligo. Me gustan las gotas de rocío en las ventanas, ver un arcoiris en un mal día, la espalda de mi hermanito que no termina de crecer, escuchar a Iván decirme Maggie porque no le sale mi nombre aún, los días que mi abuela parece reconocerme, abrir los ojos y ver a mi esposo durmiendo pero rozándome siempre de alguna forma. Me gusta creerme que algún día no viviré aquí, que algún día tendré dinero, me gusta repetirme todo lo que voy a hacer cuando me gane la lotería, me gusta que mis cantantes favoritos no tengan nada en común entre sí, ver fotos, el agua caliente bajando por mi nuca, la ropa que no se estruja, pasar manguera, el olor del café, del nag champa, de la vainilla, de las almendras y del arroz blanco. Me gusta beber champagne con jugo de guayaba sin excusa de celebración, ponerme los lentes y ver bien de pronto, me gustan los jueves, el pelo de mi papá color aceituna, como huelen los perfumes en la piel de mi mamá, el hígado encebollado, la cocina italiana, las tiendas que te dan las bolsas cuadradas, las cosas en tamaño de viaje, los rolitos esos que le quitan la pelusa a la ropa, acostarme en unas sábanas acabadas de salir de la secadora, un chorro de agua potente, las velloneras, los chinese chekers, el hockey de mesa, jugar mímicas, verme bien cuando me encuentro con alguien de otra época, la palabra melancolía, saber la hora de otros países, aprenderme una ruta, coger un buen atajo, donar sangre, un buen piropo, ganar una discusión, intuir lo que va a pasar, tener la razón, usar hilo dental, el sabor del agua dulce después de salir de la playa, encontrar un billete en un mahón, las rosas manchadas, todos los mamíferos bebés, cantar como si supiera, un capuchino bien hecho, la vodka grey goose, un mojito a las dos de la tarde, hacerle tragos a la gente, cortar queso, el otoño, la ropa de frío, el maquillaje caro, que me digan que me parezco a alguien, los hot dogs de los carritos, las papas fritas, comer con cuchara, los peloteros, gritar en un partido de lo que sea, menos pelota, la gente bronceada con vellitos rubios, los lunares y las pecas, los zurdos, el cuerpo de estatua griega de Joel, su piel lampiña y su voz de trueno, los hombres con narices largas, las señoras con canas que no se pintan el pelo, los niños con seseo, las nalgas de la gente negra, como bailan los brasileños (la mayoría), escuchar a un argentino con coraje, Juan Luis Guerra, darme cuenta de que un escritor es un patán en la vida real, encontrar un error ortográfico en el periódico, en carteles, en anuncios. Quitarme los pantimedias cuando llego a la casa y rascarme las piernas casi haciéndome daño, las fotos blanco y negro, hacer garabatos, poner la punta de una pluma fuente contra un papel y ver como sangra, perder peso, que la ropa me quede grande, cantar una canción que no recordaba que me sabía, meterle crustos a los tacos, reírme tanto que me duela la clavícula, lo vacío que se siente el pecho después de llorar, los días de cobro, mi carro, ponerle nombre propio a todo, hasta a los objetos inanimados, ponerle segundo nombre a la gente que no tiene y ponerle nombre a las piezas de arte que compro aunque ya tengan uno. El anonimato, los sabía usted, llenar un crucigrama, el sudoku, la pasta cruda, los pancakes doraditos y crudos en el centro, las alcapurrias de jueyes, los souffles, las cremas para el cuerpo, no hacer nada, el piso cuando está limpio, reconocer el olor de alguien en otra persona, los aeropuertos, la luna cuando está llena o creciente, el humor negro, tratar de poner la mente en blanco y luego mirarme el cuerpo y sentir que este cuerpo no es mío, que no sé donde estoy, saber que soy joven al menos por unos cuantos días más.

El arte de odiarte


Odiarte es tan perfecto
como la continuidad de tus vértebras,
como el filo de tus sarcasmos,
como la longitud de tu nariz.

Es casi tan doloroso como amarte
y más punzante que el deseo
tan inútil como la magia
y tan eterno como el adiós.

Odiarte es mi dieta maestra,
la ruta al suicidio de mi niñez,
una novela tan corta
que se merece secuelas.

La apuesta a la fuerza de mis mandíbulas,
la rabia esa triste,
que sabe a pique y ajonjolí,
un retiro temprano y escaso.

Odiarte es lluvia de mediodía,
es ese vapor húmedo
que te excita y dan ganas de morirte,
es un hambre mezclada con cansancio.

Es la amnesia de un domingo feliz.
Odiarte es el día de sacar la basura.
Es perder el avión por quince minutos,
es olvidar aquello que prometí.

Odiarte es la válvula de mis hormonas,
es un éxtasis que se quedó a mitad
es la depilación de mi alma
y el barrunto de mi estrechez.

Odiarte es lo etéreo de tus manos,
es tu libertad que se me echa en cara.
Es la maldición de tu familia
y el asesinato del tú que me inventé.

Odiarte es una ciencia exacta,
un crimen numérico,
un tarot organizado,
y mi miedo en orden alfabético.
Odiarte es el imán de tu pelvis,
el ingrediente que siempre falta
un calambre en el medio del mar
una fobia que no envejece

Mi odio está hecho de flores
de café frío, de camas vacías,
de mascotas descuidadas
y semáforos que viven en rojo.

Te odio con la fuerza de mis sueños
con la misma pasión con la que te devoro
en el abismo de un papel en blanco
con toda mi claustrofobia insular.

Te detesto por lo que me imagino
por las culpas que me has grapado en la piel
por el pasado que doblas y metes en gavetas
por todas las veces que amaste antes de mí

Odiándote he bordado tu cintura de sospechas
odiándote he intentado infartarme el corazón.
Te he odiado intensamente, intermitentemente,
interminablemente, inevitablemente.

Acepto haberte odiado en la enfermedad y en la pobreza,
en los desvelos, y en reproches,
en las esperas y en el alcohol,
y hasta a veces antes y después de hacerte el amor.

Te he lanzado mil maldiciones
en mutis y a gritos,
ausente y frente a ti,
merecidas e infundadas.

Odiarte es un microcuento
que te desgarra y lo vuelves a leer
es una corriente submarina
el laberinto que yo misma me construí

Odiarte me convierte
en un convertible desmantelado
en una fruta fuera de temporada
en un palacio abandonado


Soy más fuerte cuando te odio
más amarga, más mujer.
Mi odio y mi amor son inversamente proporcionales
Te odio porque te reconozco mi último intento fallido,
mi reincidencia renovada;
mi penúltima lágrima voluntaria.