Una vez vi una película que decía que la mayor parte de los días eran “unremarkable”. (lo siento pero ya no soy purista ni con el idioma que tanto antes defendía) Una palabra de esas palabras numerables que creo que carece de traducción suficientemente específica, significa algo así como con nada en especial, mediocre quizás. En un programa de televisión una chica decía que uno nunca sabe cuando va a ser el día más feliz de la vida, uno se levanta un día cualquiera y sencillamente pasa. Por lo regular los días que esperamos que sean los más felices tienen la carta esa casi insuperable de las expectativas y he llegado a concluir que las expectativas todo lo joden. Últimamente lo que más me asusta es llegar a ser inconmovible, inimpresionable, que nada me duela, que nada me haga vibrar, que nada me vuelque el estómago, que nada me pare el corazón, que nada me entrecorte la respiración, que nada me erice la piel, que nada me doble las rodillas, que nada me derrame. Me asusta, la capacidad que uno va cogiendo de todo verlo natural, de que las cosas se caigan y sencillamente uno las deje caer, que el caos lo ocupe todo y uno sencillamente (como hago con mi closet y poco a poco con la mesa del comedor), vaya moviendo las cosas tan sólo cuando sea totalmente inevitable y necesario. Porque honestamente si no hay visitas me vale un coño. Me aterra la forma diametral esa, en la que uno ama a alguien con locura avasalladora y de pronto no sienta absolutamente nada, nada concreto nada presente, nada intenso, sólo una profunda nostalgia que no es otra cosa que la tristeza de lo que ya no se siente. Y a veces me pregunto con miedo a contestarme si seré así con todo. Si tendré la terrible capacidad de volverme indiferente a todo por protegerme.
Quizás por eso de un tiempo para acá escucho a Mercedes Sosa y una canción que antes me daba igual me pone a temblar, sólo le pido a Dios que la angustia no me sea indiferente. Porque la indiferencia es incompatible a mí, a la pasión que me carcome y que en tantos problemas suele meterme. Y me da miedo, miedo de no dejar que nadie (o nada) entre en mí o más bien a mí porque las salidas de mis profundidades suelen ser incómodas. Y no conozco a nadie que me haya dicho cómo uno precisar (en mi mente “how to ascertain”) si se ha perdido esa capacidad de sentir, ni siquiera de amar, sino de sentir. No las mariposas esas que revolotean tanto que uno ni se escucha, no el impulso ese sub-humano de golpearse los huesos con los huesos de alguien más (como dice Bebe) casi por comprobar que el esqueleto en efecto existe. No la promesa de alegría temporera que uno casi se inventa cuando alguien te hace reír. No la racionalización de conversar con una persona cuyo intelecto intimida y reta y le hace cosquillas al cerebro de uno. Hablo más bien de esa cosa intensa, que saca de uno lo que uno ni conoce, eso que te sublima, que te hace tan humano que te fragiliza y que a la vez te aleja tanto de lo humano que te vuelves atemporal, incorpóreo, inexplicable.
La gente habla de la inocencia de los niños, de esa pureza que tienen al hablar, al mirar, al amar. La inocencia de los niños recae en su ignorancia, en su desconocimiento del dolor. Cuando un niño es lastimado esa inocencia se pierde, no se puede sentir como uno siente por primera vez. Yo le tenía terror a correr bicicleta y me dejaron las rueditas hasta que era una manganzona, pero cuando se las quitaron y me reventé y me mondé y sangré (estarán pensando que le perdí el miedo) y es cierto le perdí el miedo y le cogí pánico, terror, porque lo que antes era la sospecha de que me podía lastimar se convirtió en certeza y esa certeza es la antítesis de la inocencia. El primer amor nunca se olvida no por la persona que se amó, si no porque es la primera y por lo mismo la única vez que se ama sin esa certeza de que uno saldrá infaliblemente malherido.
Hace un par de semanas fue el Festival de la Palabra en el Cuartel de Ballajá en el Viejo San Juan. Llegué allí casi por accidente, porque por un momento de esos que pasan cada ocho años cuando hay eclipses solares y lunas llenas y cometas y estrellas fugaces, (todas a la vez) el universo conspiró a mi favor (para variar) y llegué tarde (como siempre) pero suficientemente temprano para escuchar gente que me hizo sentirme viva, que me pusieron a vibrar sin tocarme, que me aceleraron el corazón sin mentirme y que me prometieron cosas que por imposibles no tienen más remedio que ser cumplidas. Y parecerá la cosa más cursi del planeta porque la humanidad es la cosa más cursi y clichosa posible, pero me encontré de frente con mi amor: las palabras.
Allí escuché al único autor que me ha puesto a leer novelas policiacas, un cubano que nos contaba de la cotidianeidad de la violencia, de cómo allí el contrabando y el “narcotráfico” no son más que esconder una bolsa plástica de polvo blanco que no es cocaína sino leche en polvo, porque alguien se la robó y lograste comprarla. Allí escuché a un autor puertorriqueño que nunca he leído, (guapísimo por cierto) que nunca se quitó las gafas y que con total arrogancia narraba que se deleitaba en contar al detalle las escenas de violencia y que a veces las descripciones de cómo una cabeza era despedazada las hacía con toda la minucia y rasgos científicos posibles para que no tuviera el lector de otra, que reírse. Escuché a un escritor confesando con toda franqueza que la frase por la que todo el mundo lo recuerda y que se convirtió casi en un lema latinoamericano no era más que un recurso literario. Narraba como su mentira se convirtió en el testimonio (sin querer serlo) de una sociedad completa. Allí escuché a una escritora mexicana a quien he leído con amor confesar que era adicta al Twitter y pude leer en sus compañeros de panel el recelo detrás de sus sonrisas. Pude escuchar y ver al decano de la facultad de Humanidades a quien tuve el placer de que conversara conmigo antes de entrar a la Universidad para que me hablara del campo de la literatura y yo con 17 años sin saber ni quién era, lo juzgué como el hombre más brillante, con menos dinero y más feliz del mundo. Y ese día, ocho años después oí decirle que al igual que yo, soñaba con ser zurdo su vida entera y me dio vergüenza porque me di cuenta de todo lo que he cedido. Decía que extrañaba la letra escrita, que le encantaba dar exámenes de discusión más que todo porque se gozaba imaginarse a la gente escribiendo. Nos decía y los ojos le titilaban que por la caligrafía se inventaba cómo la persona moldeaba el cuerpo para escribir. Escuché a una escritora, profesora puertorriqueña, hablar de lo pudorosa que es y hacer miles de salvedades de cómo sus relatos no son en efecto autobiográficos lo cual escuché con profunda sospecha. La escuché explicar cómo le aterraba el Facebook y el Twitter y que quizás era paranoia generacional pero sentía que le estábamos haciendo el trabajo a los federales para que nos encarpetaran, pero ahora con evidencia hasta audiovisual. Escuché a una argentina hermosa que hablaba como mi amiga Elenita y que decía que le gustaba contar las cosas en muchas voces y se inventaba muchos narradores porque le daba miedo opinar. Y llegué tarde a escuchar a una autora española que amo entrañablemente y a quien la última vez que vi y escuché hablar fue el día de mi cumpleaños número 20.
Quizás llegué tarde, como siempre, pero lo que oí me hizo llorar… hablaba de cómo el escribir es el intento más humano posible de tocar lo sublime y cómo el intentarlo si quiera es noble y cómo sus libros por más malos que hayan salido en su propia opinión o la de los críticos, siguen siendo la mejor parte de ella, porque lo que uno escribe para bien o para mal es lo mejor de uno mismo. Y que cómo no nos va a doler que hablen mal de una obra cuando es como arrancarse el hígado y ponerlo en una mesa y que los invitados empiecen a decir pero qué horror qué hígado más asqueroso. Y la escuché decir que había leído no sé de quién que la literatura es nuestro intento de tocar la soledad de alguien más con la nuestra. Y que escribir es el acto más esperanzador del mundo porque hay que tener mucha esperanza para creer que alguien va a sentirse identificado en algún punto lejano del planeta con eso que se escribe. Y pude tuitear que acababa de abrazar a mi mamá literaria y que estaba escuchando a una de mis escritoras favoritas mientras estaba sentada frente a mi archienemiga literaria porque la leo todos los domingos con la misma pasión con la que Amaranta le tejía la mortaja a Rebecca, como si fuera propia. Y escuché a un haitiano decir que para él la literatura no era nada divertido sino era el libro de los sufrimientos de los esclavos. Que la única respuesta posible a cómo rehumanizar un esclavo es a través del cuento y de la música.
Y escuché a un organizador español hablar de cómo mi mamá literaria la primera vez que fue a un Congreso a hablar del Caribe, llegó con lo escandalosa y nada discreta que es y cómo se sacó un mangó de la cartera y pidió un cuchillo y el salón entero se llenó de aroma de fruta desconocida y luego le dio un bocado, que conociéndola presumo que habrá sido un bocado de los grandes, de los vulgares, de los sabrosos y a aquellos españoles se les habrá caído la baba, y entonces dijo “Ahora vamos a hablar de Caribe”. Y yo allí sentada sonriendo todo el rato, carcajeando todo el rato, lagrimeando todo el rato, rompí las puntas de mis dos lápices porque el cuerpo adquiere fuerzas inexplicables en momentos de éxtasis y un muchachito flaquito, escuálido y con acento francés tipo Pepe Le Piu, salió de la nada y me dio un bolígrafo porque “me di cuenta benditou de tu frugstracioun” y el escritor peruano que escuché hace dos años atrás y que fue quien me dio alas para comenzar este blog me miró de arriba a debajo de una manera para nada literaria y por lo mismo totalmente literaria. Allí me encontré con un chico que no veía hacía décadas que me dijo que iba a leer en la Plaza del Tótem y al buscar en el programa encontré que era Poesía Homoerótica y por undécima vez en la jornada el pecho se me desbordó de conmoción.
Una vez un chico que trabajaba conmigo y que me estaba merodeando me preguntó mientras almorzábamos que qué yo estudiaba. Le contesté literatura. Me dijo que para qué, si ya todo estaba escrito. Le dije buen provecho, y me mudé con mi bandeja a otra mesa y jamás le volví a hablar. Han pasado los años y soy un chispito menos radical y un poquito menos intransigente. (no necesariamente me enorgullezco de esto) Pero todavía pienso que hay diferencias irreconciliables y todavía entiendo que hay ciertas cosas que son lo suficientemente esenciales y medulares para no poder tener una relación de un tipo o del otro con otra persona. Las palabras son el centro de mi mundo. Siempre lo han sido. Por eso puedo recordar diálogos completos de películas y no puedo decir ni el nombre de la película, ni quiénes son sus actores. Por eso tengo tantas canciones almacenadas en mi cabeza que he llegado a pensar que por eso no puedo retener ni una sola dirección, ni una sola ruta en mi mente, porque tengo la memoria ocupada de canciones.
Una persona que me conoce más de lo que me gustaría aceptar me dijo hace unas semanas que apostaba lo que fuera a que voy a la iglesia que voy porque el cura habla como si estuviera recitando poesía. El próximo domingo el cura colombiano hablando mi español favorito en el mundo dijo: “párate frente al mar, fíjate en cómo no puedes ver dónde termina, mira la fuerza de la marea, la fortaleza de las olas y si eso no es suficiente mira el cielo de noche, mira las estrellas y los planetas, piensa en cómo esos cuerpos gigantes se sostienen del cielo sin caerse, por todos estos años, imagina como la luz se refleja de un cuerpo a otro… el Dios que está contigo es el que maneja los mares, el Dios que está contigo es el que sostiene las estrellas y el firmamento. Y todavía crees que no puede manejar tu vida?”
Y lloré más que nada pensando que quizás esa persona que un día amé tiene razón. Y heréticamente en vez de buscar a Dios en esa iglesia, quizás voy a llenarme de palabras. Es mi debilidad, es de donde lo agarro todo. Por eso puedo manejarlo todo, menos el silencio. Esta debilidad por las palabras como es de esperarse me hace más propensa a las mentiras que el resto de las personas. Como las palabras son todo para mí tengo la estúpida tendencia a creer lo que me dicen, lo que me escriben, lo que escucho, lo que leo. Como suelo ser bastante específica en lo que digo, bastante honesta en lo que escribo, tengo una intolerancia febril a frases como eso no fue lo que quise decir o quizás no me expresé bien. Al español le faltan excusas para uno decir lo que no es. Por eso a veces recurro al inglés, porque es práctico, menos dramático, menos intenso, menos humano, menos caliente, menos doloroso, menos violento, menos real.
Grabo a la gente por frases, recuerdo palabras importantes, archivo memorias por los diálogos y hasta a veces cuando me han pasado cosas terribles, discusiones violentas, despedidas, insultos, en mi mente pienso en lo hermoso de la frase, en lo poético del diálogo, en lo cinematográfico del momento. Algunas me entraron por los oídos, otras me salieron de mi propia boca para mi sorpresa, otras las leí de la pantalla de una computadora, de la pantalla de un celular, de la pantalla de un cine, de un libro. Pero aquellas en vivo, que se le meten a uno por todos sentidos, esa sensación de escuchar las palabras y casi verlas salir de una boca, absorberlas en el marco de un cuerpo, de un ambiente, de un paisaje, con una voz específica, asociarlas a un olor, a una sensación, a un sentimiento, no es comparable con nada más.
Esas palabras que retumban y cuando menos esperas salen de los armarios de la cabeza: tú tienes que ser un alma vieja, te citaría todo el día guapa, cada vez que veo ese video me acuerdo de ti, ya encontré mi combinación perfecta, tú tienes un don para las cartas pero no lo sabes, pero de qué hablas si nadie me ha tratado mejor que tú, estamos empujando un barco que tarde o temprano se va a hundir, tú no sabes amar, quiero que seas la madrina de mi boda, qué te hizo que no puedes respirar lo voy a matar, no tengo más nada que buscar quiero que seas mi esposa, no te quiero embarazar, enséñame tu carnet que no quiero ir preso, dónde está la mujer de la que me enamoré, ya no te conozco, me arrestaron, tu tenías un brillo que ya no sé dónde estás, la perra se tragó seis centavos, estás encinta, será que no sabes contar, tú crees que puedo tocarte con este reguero si no puedo ni pensar, solamente fue un beso por Dios Santo, tienes células precancerosas, desde que naciste yo vivo para cargarte, para que no tuvieses que pasar el trabajo de caminar, soy más feliz durmiendo en una cama de aire que contigo, esta noche brindaré por ti, aprendo tanto contigo, si fuese hombre me casaba contigo, solamente tú habrías logrado esto sola en tan poco tiempo, lo siento perdí el interés, un beso guapa, antes de que me tocaras sabía como me ibas a tocar, tú me gustabas tanto en bachillerato que era ridículo, si te sale un pipí dame una llamada, tú besas igual que yo, no te puedes enamorar de mí, eso es lo que me gusta de ti que no sabes lo que quieres, déjame darte todo mi dinero, misi usté sí que es grande, quien hubiese dicho que una nena tan linda se iba a quedar pa’ vestir santos, yo no sé pa’ qué pagué tanto colegio, mi hija habla como hombre, come como hombre, bebe como hombre y sólo mide cinco pies, para qué recé tanto si al final se iba a morir, eso es lo que me gusta de ti que nunca sé lo que esperar pero sé lo que no.
La gente a la que le apasiona un arte está dispuesta a casi todo, no por valentía, más bien por necesidad. Mi mamá literaria dice que la gente que escribe es mala, desvergonzada, mentirosa, exagerada, y en parte tiene razón. Lo comprobé en el festival, todos esos autores geniales y en su gran mayoría tan políticamente incorrectos, tan raros, tan humanos, tan descarados. Una nunca sabe cuando va a ser el día más feliz de su vida. Y mientras uno esté vivo existe la posibilidad de tener uno que supere al anterior. Esa semana tuve que levantarme varias veces al amanecer para reponer las horas de mis escapatorias y no podía casi dormir porque literalmente se me estaban derramando las palabras. Las palabras son como las hormigas, uno nunca entiende cómo aparecen, como cargan cosas más grandes que ellas mismas, como no dejan de existir, como se multiplican, como nunca se detienen, nunca descansas y aparecen mágicamente en cualquier lugar, a cualquier altura en cualquier temperatura. Soy alérgica a las hormigas y vivo en una isla tropical. Creo que es la forma que ha tenido la vida de recordarme cuán frágil soy. El Festival de las Palabras fue como meterme voluntariamente dentro del hormiguero. Hace tiempo que no me sentía tan feliz. Éramos como siempre solas contra el mundo las palabras y yo.
Quizás por eso de un tiempo para acá escucho a Mercedes Sosa y una canción que antes me daba igual me pone a temblar, sólo le pido a Dios que la angustia no me sea indiferente. Porque la indiferencia es incompatible a mí, a la pasión que me carcome y que en tantos problemas suele meterme. Y me da miedo, miedo de no dejar que nadie (o nada) entre en mí o más bien a mí porque las salidas de mis profundidades suelen ser incómodas. Y no conozco a nadie que me haya dicho cómo uno precisar (en mi mente “how to ascertain”) si se ha perdido esa capacidad de sentir, ni siquiera de amar, sino de sentir. No las mariposas esas que revolotean tanto que uno ni se escucha, no el impulso ese sub-humano de golpearse los huesos con los huesos de alguien más (como dice Bebe) casi por comprobar que el esqueleto en efecto existe. No la promesa de alegría temporera que uno casi se inventa cuando alguien te hace reír. No la racionalización de conversar con una persona cuyo intelecto intimida y reta y le hace cosquillas al cerebro de uno. Hablo más bien de esa cosa intensa, que saca de uno lo que uno ni conoce, eso que te sublima, que te hace tan humano que te fragiliza y que a la vez te aleja tanto de lo humano que te vuelves atemporal, incorpóreo, inexplicable.
La gente habla de la inocencia de los niños, de esa pureza que tienen al hablar, al mirar, al amar. La inocencia de los niños recae en su ignorancia, en su desconocimiento del dolor. Cuando un niño es lastimado esa inocencia se pierde, no se puede sentir como uno siente por primera vez. Yo le tenía terror a correr bicicleta y me dejaron las rueditas hasta que era una manganzona, pero cuando se las quitaron y me reventé y me mondé y sangré (estarán pensando que le perdí el miedo) y es cierto le perdí el miedo y le cogí pánico, terror, porque lo que antes era la sospecha de que me podía lastimar se convirtió en certeza y esa certeza es la antítesis de la inocencia. El primer amor nunca se olvida no por la persona que se amó, si no porque es la primera y por lo mismo la única vez que se ama sin esa certeza de que uno saldrá infaliblemente malherido.
Hace un par de semanas fue el Festival de la Palabra en el Cuartel de Ballajá en el Viejo San Juan. Llegué allí casi por accidente, porque por un momento de esos que pasan cada ocho años cuando hay eclipses solares y lunas llenas y cometas y estrellas fugaces, (todas a la vez) el universo conspiró a mi favor (para variar) y llegué tarde (como siempre) pero suficientemente temprano para escuchar gente que me hizo sentirme viva, que me pusieron a vibrar sin tocarme, que me aceleraron el corazón sin mentirme y que me prometieron cosas que por imposibles no tienen más remedio que ser cumplidas. Y parecerá la cosa más cursi del planeta porque la humanidad es la cosa más cursi y clichosa posible, pero me encontré de frente con mi amor: las palabras.
Allí escuché al único autor que me ha puesto a leer novelas policiacas, un cubano que nos contaba de la cotidianeidad de la violencia, de cómo allí el contrabando y el “narcotráfico” no son más que esconder una bolsa plástica de polvo blanco que no es cocaína sino leche en polvo, porque alguien se la robó y lograste comprarla. Allí escuché a un autor puertorriqueño que nunca he leído, (guapísimo por cierto) que nunca se quitó las gafas y que con total arrogancia narraba que se deleitaba en contar al detalle las escenas de violencia y que a veces las descripciones de cómo una cabeza era despedazada las hacía con toda la minucia y rasgos científicos posibles para que no tuviera el lector de otra, que reírse. Escuché a un escritor confesando con toda franqueza que la frase por la que todo el mundo lo recuerda y que se convirtió casi en un lema latinoamericano no era más que un recurso literario. Narraba como su mentira se convirtió en el testimonio (sin querer serlo) de una sociedad completa. Allí escuché a una escritora mexicana a quien he leído con amor confesar que era adicta al Twitter y pude leer en sus compañeros de panel el recelo detrás de sus sonrisas. Pude escuchar y ver al decano de la facultad de Humanidades a quien tuve el placer de que conversara conmigo antes de entrar a la Universidad para que me hablara del campo de la literatura y yo con 17 años sin saber ni quién era, lo juzgué como el hombre más brillante, con menos dinero y más feliz del mundo. Y ese día, ocho años después oí decirle que al igual que yo, soñaba con ser zurdo su vida entera y me dio vergüenza porque me di cuenta de todo lo que he cedido. Decía que extrañaba la letra escrita, que le encantaba dar exámenes de discusión más que todo porque se gozaba imaginarse a la gente escribiendo. Nos decía y los ojos le titilaban que por la caligrafía se inventaba cómo la persona moldeaba el cuerpo para escribir. Escuché a una escritora, profesora puertorriqueña, hablar de lo pudorosa que es y hacer miles de salvedades de cómo sus relatos no son en efecto autobiográficos lo cual escuché con profunda sospecha. La escuché explicar cómo le aterraba el Facebook y el Twitter y que quizás era paranoia generacional pero sentía que le estábamos haciendo el trabajo a los federales para que nos encarpetaran, pero ahora con evidencia hasta audiovisual. Escuché a una argentina hermosa que hablaba como mi amiga Elenita y que decía que le gustaba contar las cosas en muchas voces y se inventaba muchos narradores porque le daba miedo opinar. Y llegué tarde a escuchar a una autora española que amo entrañablemente y a quien la última vez que vi y escuché hablar fue el día de mi cumpleaños número 20.
Quizás llegué tarde, como siempre, pero lo que oí me hizo llorar… hablaba de cómo el escribir es el intento más humano posible de tocar lo sublime y cómo el intentarlo si quiera es noble y cómo sus libros por más malos que hayan salido en su propia opinión o la de los críticos, siguen siendo la mejor parte de ella, porque lo que uno escribe para bien o para mal es lo mejor de uno mismo. Y que cómo no nos va a doler que hablen mal de una obra cuando es como arrancarse el hígado y ponerlo en una mesa y que los invitados empiecen a decir pero qué horror qué hígado más asqueroso. Y la escuché decir que había leído no sé de quién que la literatura es nuestro intento de tocar la soledad de alguien más con la nuestra. Y que escribir es el acto más esperanzador del mundo porque hay que tener mucha esperanza para creer que alguien va a sentirse identificado en algún punto lejano del planeta con eso que se escribe. Y pude tuitear que acababa de abrazar a mi mamá literaria y que estaba escuchando a una de mis escritoras favoritas mientras estaba sentada frente a mi archienemiga literaria porque la leo todos los domingos con la misma pasión con la que Amaranta le tejía la mortaja a Rebecca, como si fuera propia. Y escuché a un haitiano decir que para él la literatura no era nada divertido sino era el libro de los sufrimientos de los esclavos. Que la única respuesta posible a cómo rehumanizar un esclavo es a través del cuento y de la música.
Y escuché a un organizador español hablar de cómo mi mamá literaria la primera vez que fue a un Congreso a hablar del Caribe, llegó con lo escandalosa y nada discreta que es y cómo se sacó un mangó de la cartera y pidió un cuchillo y el salón entero se llenó de aroma de fruta desconocida y luego le dio un bocado, que conociéndola presumo que habrá sido un bocado de los grandes, de los vulgares, de los sabrosos y a aquellos españoles se les habrá caído la baba, y entonces dijo “Ahora vamos a hablar de Caribe”. Y yo allí sentada sonriendo todo el rato, carcajeando todo el rato, lagrimeando todo el rato, rompí las puntas de mis dos lápices porque el cuerpo adquiere fuerzas inexplicables en momentos de éxtasis y un muchachito flaquito, escuálido y con acento francés tipo Pepe Le Piu, salió de la nada y me dio un bolígrafo porque “me di cuenta benditou de tu frugstracioun” y el escritor peruano que escuché hace dos años atrás y que fue quien me dio alas para comenzar este blog me miró de arriba a debajo de una manera para nada literaria y por lo mismo totalmente literaria. Allí me encontré con un chico que no veía hacía décadas que me dijo que iba a leer en la Plaza del Tótem y al buscar en el programa encontré que era Poesía Homoerótica y por undécima vez en la jornada el pecho se me desbordó de conmoción.
Una vez un chico que trabajaba conmigo y que me estaba merodeando me preguntó mientras almorzábamos que qué yo estudiaba. Le contesté literatura. Me dijo que para qué, si ya todo estaba escrito. Le dije buen provecho, y me mudé con mi bandeja a otra mesa y jamás le volví a hablar. Han pasado los años y soy un chispito menos radical y un poquito menos intransigente. (no necesariamente me enorgullezco de esto) Pero todavía pienso que hay diferencias irreconciliables y todavía entiendo que hay ciertas cosas que son lo suficientemente esenciales y medulares para no poder tener una relación de un tipo o del otro con otra persona. Las palabras son el centro de mi mundo. Siempre lo han sido. Por eso puedo recordar diálogos completos de películas y no puedo decir ni el nombre de la película, ni quiénes son sus actores. Por eso tengo tantas canciones almacenadas en mi cabeza que he llegado a pensar que por eso no puedo retener ni una sola dirección, ni una sola ruta en mi mente, porque tengo la memoria ocupada de canciones.
Una persona que me conoce más de lo que me gustaría aceptar me dijo hace unas semanas que apostaba lo que fuera a que voy a la iglesia que voy porque el cura habla como si estuviera recitando poesía. El próximo domingo el cura colombiano hablando mi español favorito en el mundo dijo: “párate frente al mar, fíjate en cómo no puedes ver dónde termina, mira la fuerza de la marea, la fortaleza de las olas y si eso no es suficiente mira el cielo de noche, mira las estrellas y los planetas, piensa en cómo esos cuerpos gigantes se sostienen del cielo sin caerse, por todos estos años, imagina como la luz se refleja de un cuerpo a otro… el Dios que está contigo es el que maneja los mares, el Dios que está contigo es el que sostiene las estrellas y el firmamento. Y todavía crees que no puede manejar tu vida?”
Y lloré más que nada pensando que quizás esa persona que un día amé tiene razón. Y heréticamente en vez de buscar a Dios en esa iglesia, quizás voy a llenarme de palabras. Es mi debilidad, es de donde lo agarro todo. Por eso puedo manejarlo todo, menos el silencio. Esta debilidad por las palabras como es de esperarse me hace más propensa a las mentiras que el resto de las personas. Como las palabras son todo para mí tengo la estúpida tendencia a creer lo que me dicen, lo que me escriben, lo que escucho, lo que leo. Como suelo ser bastante específica en lo que digo, bastante honesta en lo que escribo, tengo una intolerancia febril a frases como eso no fue lo que quise decir o quizás no me expresé bien. Al español le faltan excusas para uno decir lo que no es. Por eso a veces recurro al inglés, porque es práctico, menos dramático, menos intenso, menos humano, menos caliente, menos doloroso, menos violento, menos real.
Grabo a la gente por frases, recuerdo palabras importantes, archivo memorias por los diálogos y hasta a veces cuando me han pasado cosas terribles, discusiones violentas, despedidas, insultos, en mi mente pienso en lo hermoso de la frase, en lo poético del diálogo, en lo cinematográfico del momento. Algunas me entraron por los oídos, otras me salieron de mi propia boca para mi sorpresa, otras las leí de la pantalla de una computadora, de la pantalla de un celular, de la pantalla de un cine, de un libro. Pero aquellas en vivo, que se le meten a uno por todos sentidos, esa sensación de escuchar las palabras y casi verlas salir de una boca, absorberlas en el marco de un cuerpo, de un ambiente, de un paisaje, con una voz específica, asociarlas a un olor, a una sensación, a un sentimiento, no es comparable con nada más.
Esas palabras que retumban y cuando menos esperas salen de los armarios de la cabeza: tú tienes que ser un alma vieja, te citaría todo el día guapa, cada vez que veo ese video me acuerdo de ti, ya encontré mi combinación perfecta, tú tienes un don para las cartas pero no lo sabes, pero de qué hablas si nadie me ha tratado mejor que tú, estamos empujando un barco que tarde o temprano se va a hundir, tú no sabes amar, quiero que seas la madrina de mi boda, qué te hizo que no puedes respirar lo voy a matar, no tengo más nada que buscar quiero que seas mi esposa, no te quiero embarazar, enséñame tu carnet que no quiero ir preso, dónde está la mujer de la que me enamoré, ya no te conozco, me arrestaron, tu tenías un brillo que ya no sé dónde estás, la perra se tragó seis centavos, estás encinta, será que no sabes contar, tú crees que puedo tocarte con este reguero si no puedo ni pensar, solamente fue un beso por Dios Santo, tienes células precancerosas, desde que naciste yo vivo para cargarte, para que no tuvieses que pasar el trabajo de caminar, soy más feliz durmiendo en una cama de aire que contigo, esta noche brindaré por ti, aprendo tanto contigo, si fuese hombre me casaba contigo, solamente tú habrías logrado esto sola en tan poco tiempo, lo siento perdí el interés, un beso guapa, antes de que me tocaras sabía como me ibas a tocar, tú me gustabas tanto en bachillerato que era ridículo, si te sale un pipí dame una llamada, tú besas igual que yo, no te puedes enamorar de mí, eso es lo que me gusta de ti que no sabes lo que quieres, déjame darte todo mi dinero, misi usté sí que es grande, quien hubiese dicho que una nena tan linda se iba a quedar pa’ vestir santos, yo no sé pa’ qué pagué tanto colegio, mi hija habla como hombre, come como hombre, bebe como hombre y sólo mide cinco pies, para qué recé tanto si al final se iba a morir, eso es lo que me gusta de ti que nunca sé lo que esperar pero sé lo que no.
La gente a la que le apasiona un arte está dispuesta a casi todo, no por valentía, más bien por necesidad. Mi mamá literaria dice que la gente que escribe es mala, desvergonzada, mentirosa, exagerada, y en parte tiene razón. Lo comprobé en el festival, todos esos autores geniales y en su gran mayoría tan políticamente incorrectos, tan raros, tan humanos, tan descarados. Una nunca sabe cuando va a ser el día más feliz de su vida. Y mientras uno esté vivo existe la posibilidad de tener uno que supere al anterior. Esa semana tuve que levantarme varias veces al amanecer para reponer las horas de mis escapatorias y no podía casi dormir porque literalmente se me estaban derramando las palabras. Las palabras son como las hormigas, uno nunca entiende cómo aparecen, como cargan cosas más grandes que ellas mismas, como no dejan de existir, como se multiplican, como nunca se detienen, nunca descansas y aparecen mágicamente en cualquier lugar, a cualquier altura en cualquier temperatura. Soy alérgica a las hormigas y vivo en una isla tropical. Creo que es la forma que ha tenido la vida de recordarme cuán frágil soy. El Festival de las Palabras fue como meterme voluntariamente dentro del hormiguero. Hace tiempo que no me sentía tan feliz. Éramos como siempre solas contra el mundo las palabras y yo.