Un compañero de trabajo, militar
retirado, me enseñó hace más de una década, medio en serio, medio en broma, que
el miedo es lo que mantiene al mundo en sitio. Las relaciones son relaciones de
poder y el poder y el miedo son aliados. Los miedos, como las manías, te dicen
todo de la gente. Un hombre en un lugar oscuro, le da miedo que lo roben, que
lo maten, una mujer en un lugar oscuro, le da miedo que la violen, que la
maten, muchas veces en ese orden. Los miedos responden a construcciones
culturales, a lecciones de vida, a herencias familiares, a situaciones
históricas o anecdóticas, a experiencias terribles, a cuentos creídos y a
mecánicas de supervivencia codificadas en nuestros ADNs.
Hace no tanto me fui de viaje, un
viaje largo, exótico y lejano y medio. Me fui a un sitio prácticamente
desconocido por completo para mí, para mi compañero de viaje y para prácticamente
todo el que respondía con ojos grandes, cabeza echada para atrás, ceño fruncido
y un “¿Turquía???” preñado de incredulidad, de prejuicios, de desconocimiento,
de ignorancia y por supuesto, de miedo.
Todos los años nos parecen duros,
cortos, crueles, llenos de muertes, de escasez y siempre estamos locos de que
se acaben y nos prometemos que el próximo será el nuestro y cambiará nuestras
vidas para siempre. En el 2014 hubo Chikungunya, hubo Ébola, hubo Siria, hubo
guerra, entre otras cosas terribles. Todo lo que sentimos cercano, nos da la
facilidad de relacionarnos y esto suele movernos el suelo como si acabase de
ser descubierto o pasase por primera vez. Mientras las cosas permanezcan
lejanas, no palpables, mientras no conozcamos a alguien que conozca a alguien
que las sufra, es como si no tuviésemos manera de relacionarnos o preocuparnos
o sentirnos vulnerables a ellas. Así que meses antes del viaje nos pasamos
pendientes al conflicto en Siria, vivimos con repelente de mosquitos, con los
brazaletes que seguimos comprando aunque nos aseguraban que no funcionaban,
vivimos con las ventanas cerradas, prendiendo el aire más temprano, pagando aún
más de luz eléctrica cada vez.
.
Días antes de irnos, a pesar de que
logramos esquivar el amenazante Aedes aegypti, mi compañero se contagió de un
virus peor. Comenzó con una ansiedad leve, con preguntas esporádicas sobre la
situación política de nuestro destino, nuestro destino fronterizo a Irán y a
Siria. A esto le siguió una búsqueda de artículos sobre todos los peligros que
nos esperaban al otro lado del mundo a donde nos dirigíamos voluntariamente y
gastando nuestros ahorros. Un sitio donde no se nos había perdido nada (en
palabras de mi madre) a encontrar posible y probablemente un secuestro, un
bombazo, o la muerte misma (según avanzaban sus averiguaciones). Recordemos que
una boricua murió en Turquía, por lo que se cumple el principio de cercanía suficiente.
El miedo había entrado a nuestra casa, a nuestra relación, y lo peor de todo
(en mi egoísta y viajero cerebro), amenazaba mi viaje, ¡y hasta ahí!
Mis miedos suelo tenerlos bastante
identificados y controlados, casi casi rotulados y archivados por orden
alfabético. Los miedos, en principio, son buenos, son reflejos de la vida, de
la capacidad de adaptación, un principio básico de la supervivencia. Sentimos
miedo cuando percibimos que se nos acerca un peligro (real, imaginario, pasado,
presente, futuro, remoto), es un instinto animal y a la vez una de las
emociones más humanas existentes. En mi librito lo último que se pierde es el
miedo, no la fe.
En nuestra casa, los síntomas del
miedo fueron irritabilidad, resentimiento, procrastinación de las tareas
relacionadas al viaje, un veto al tema de la inminente partida y discusiones
sobrias y ebrias al respecto. En el periodo de incubación se me acusó de ser
tan “fearless”, tan “reckless”… Nunca me he considerado audaz, ni intrépida,
mucho menos temeraria. Pero esa clasificación de “sin miedo”, de “libre de
miedos” se me ha quedado rebotando desde entonces.
¿Le tengo miedo a los aviones? No. ¿Le
tengo miedo a lo desconocido? No. ¿Le temo a ir a un país donde no hablen mi
idioma? No. ¿Me da miedo la cultura musulmana? No. ¿Le tengo miedo a la comida
de otros lugares? No. ¿Le tengo miedo al ébola? No.
Tengo miedo específicos, casi siempre
puedo trazarlos a alguna raíz muy particular. Claro que tengo miedos
irracionales, tengo pesadillas con que se me meta un lagartijo en el pelo y lo
mate tratando de sacarlo. Le tengo pánico a que un murciélago se me enrede en
la maranta. Le tengo miedo a que me asalten con una jeringuilla, a que intenten
sacarme sangre y no salga ni una gota. Le tengo miedo a las palomas, a la
mierda de palomas, en realidad. Vivo aterrorizada de que me dé Alzheimer y se
me olvide los nombres y las caras de la gente que amo con pasión. Me da miedo
quedarme sola, me da miedo tener hijos, me da miedo que el miedo haga que se me
haga demasiado tarde para tener hijos si decido hacerlo, me da pánico que mi
cuerpo no sea capaz de tenerlos, me da terror tenerlos y enterarme tardíamente
que soy soberanamente inepta como mamá.
No me da miedo mi muerte, pero le
tengo miedo a la muerte de mis padres. Me da miedo que mi hermano cometa un
terror terrible de esos que ni familiares, ni conocidos, ni préstamos, logren
solucionar. Me da pánico que le pase algo, cualquier cosa a Valeria. Me da
terror que Iván crezca y me olvide. Le temo a que no me sea suficiente la longevidad de mis perros. Me da miedo morirme sin ver lugares que
quiero ver, sin vivir cosas que quiero vivir. Me da terror no publicar un libro
nunca. Tengo miedo a arrepentirme, a no vivir suficiente, a morirme con un “what
if” en la médula de mis huesos. Me da miedo no pasar nunca la reválida, y más
miedo aún no volverlo a intentar. Y sí, confieso que me da miedo también caminar,
sola o acompañada por una calle oscura, en Istanbul o en Santurce, en Ankara o
en Río Piedras, en Cappadocia o en Cupey. Me daba miedo antes y me da miedo después
de que alguien atropellara a alguien que no conozco pero con quien tengo 56
amigos en común según Facebook, suficientemente cerca otra vez.
Le tengo miedo al cáncer, un miedo
latente, real, mordaz y punzante. Un terror que cada cierto tiempo se aparece y
me sonríe. Un miedo que me susurra al oído que esas pruebas de rutina siempre tienen
la posibilidad de cagarme la vida para siempre. Un miedo que se me revuelca
cuando una mujer con un año más que yo y 3 hijos se muere, luego de verla decir
que sabe que Dios la va a salvar. Un miedo que me recuerda que hace seis años
me dibujaron una escalerita del cáncer y me lo enseñaron a dos escalones de
donde yo estaba. Un pánico que me hizo decir corta, saca, congela lo que sea
porque no creo en la observación, no creo en la espera, no creo en salvarme con
rezos. Creo en la violencia. Creo en exterminar el miedo del cuerpo y del alma
sin ningún tipo de piedad. El miedo hay que matarlo, sacarlo de raíz, quemarlo
con frío o con calor, no con oraciones ni con velas, hay que matarlo con
radiación, con quimio, con una visita al año. El miedo se combate de frente y
mirándolo a los ojos. El miedo se combate acostándote aterrada en una burra y
sintiéndote el ser humano más miserable del mundo con una bata de papel rajada
en el pecho. El miedo se combate con el miedo frío que te entra cuando el médico
te dice que te bajes más, que te bajes más, y que te espatarres frente a una
lupa gigante y una lámpara de luz blanca, mientras un hombre con mascarilla te
trastea las vísceras y te saca un cantito de tus entrañas para mandarlo a
examinar y esperar 2 semanas a que te llamen si sale algo mal. Porque nunca
llaman a decirte que todo está bien. Y mientras tanto una se caga del miedo, la
vida se paraliza y las próximas semanas van en una cámara lenta que tortura y
enloquece.
Porque el miedo no tiene que ver con
otra gente, el miedo tiene que ver con uno. Y si le huyes, te encuentra. Atrás,
de frente, porque lo llevas contigo, es parte de ti. No se queda atrás con
mudanzas, ni cambios de imagen, se agudiza con el tiempo, se activa con la
lluvia, como el barrunto. Caminas en un campo minado sin zapatos ni rotulación.
Se camufla con la felicidad y te coge desprevenido.
Mi miedo al cáncer está encriptado en
mi sangre, en mi familia le da cáncer hasta a los perros. Mi tía se murió a los
33 años. 3 años más que yo, y yo no me quiero morir de cáncer carajo. Me
pregunto cómo sería vivir antes de que eso fuera una posibilidad. Cómo será
vivir de verdad sin miedo. No tengo la más remota idea pero haré todo lo
posible para alcanzarlo, seguiré yendo a sitios donde no se me ha perdido nada
como vacuna, continuaré mirando a los ojos al lagartijo que me espera a diario en
las escaleras de mi casa como medida preventiva, miraré a ambos lados cuando
cruzo la calle y me aseguraré de tener el espray de pimienta listo. Le llevaré
ventaja a mis genes, haciendo sudokus en las noches, arrastraré a mi compañero
a amarnos en países fronterizos al conflicto, seguiré religiosamente
humillándome en una burra, y de vez en cuando, por qué no, rezaré, cruzaré los
dedos y prenderé una que otra vela.