Mi primera novela está disponible en Kindle, si no tienes un Kindle puedes bajar el app.
"El Día que me venció el Olvido cuenta a dos voces la historia de 3 mujeres de 3 generaciones distintas. El lector se siente dentro de la cabeza, desde los ojos y entre las piernas de una narradora que vive de prisa intentando escapar de la genética y las decisiones de su familia. La novela obliga a mirarse desde los ojos del Alzheimer, del desdén, de la indiferencia y desde la erotización del dolor. Una narración concisa, íntima, cotidiana, irreverente, humana y poderosa que produce cosquillas de las buenas y de las malas en el lector que observa a una abuela que olvida, una madre que ignora y una hija que intenta recolectar y juntar los pedazos antes de que el olvido los desaparezca..."
Cómprala aquí:
jueves, 28 de julio de 2016
viernes, 15 de abril de 2016
O Mejor Oferta
Cada cierto tiempo vemos casas.
No tenemos un ritmo o un ritual aparente. Un día cualquiera tomamos decisiones
grandes, con la naturalidad con la que hacemos compra o decidimos irnos a beber
a la Plaza de Santurce. Así nos mudamos juntos o él se mudó conmigo o yo tuve
que mudarme y él me siguió… a veces pienso que vivimos juntos desde el primer
junte, así que nuestros aniversarios nunca serán claros ni definitivos. Casi
siempre el comienzo del cuento es que uno le envía a otro un clasificado, un “se
vende”. La economía está jodida y por eso es el momento perfecto para comprar,
dicen. Es el peor momento para vender, como en todo, que alguien pierda una
casa que pagó casi toda la vida es un golpe de suerte esperanzador para otro
que ahora puede comprar una casa en un área en la que jamás soñó vivir. Aunque
ahora esté del lado de la esperanza no deja de darme tristeza. A veces nos
enviamos casas de medio millón de pesos, por si nos pegamos, nos enviamos casas
de playa por si nos sentimos valientes y lo dejamos todo un día y montamos un
kiosco en pleno Rincón y vivimos felices para siempre en trajes de baño,
bronceados, con la casa llena de arena y el corazón lleno de viento de mar.
Ir a ver una casa es como una
cita a ciegas. Uno se viste bonito, pa’ que piensen (o te crean) que tienes el
presupuesto y te cojan en serio. Él brilla la guagua porque ahí nos ven llegar.
Yo dejo las plumas, las pulseras escandalosas, me pongo un trajecito, unas
plataformas, unas dormilonas, la cartera bonita, los espejuelos caros.
A veces los realtors citan a más
de uno, siempre me parece sospechoso, me levanta banderas, desconfío al
instante, la otra pareja, la otra familia, se convierte en competencia de algo
que uno ni siquiera sabe si quiere. Si alguien es doctor, ingeniero, licenciado
o arquitecto tiene ya las de ganar. Si alguien tiene hijos le enseñan con más
detalle la casa, enfatizan en las ventajas del espacio para que los nenes
jueguen, si no tenemos hijos nos explican en qué cuarto los pondríamos, lo
conveniente que es esa calle para aprender a correr bicicleta y verlos jugar.
Yo pido pocas cosas, he vivido
en muchas casas. Necesito luz, ventanales, espacios abiertos, cocinas que no
tienten la claustrofobia, que cocinar nunca se convierta en un acto de
aislamiento sino todo lo contrario, en el centro de la fiesta, en la razón del parisón. Él quiere que la urbanización
sea cerrada, que el patio sea amplio, que quepan 2 carros en el garaje, que no
tenga que agacharse para entrar a los cuartos, que no tenga que bañarse
jorobado, que las ventanas sean de seguridad.
A mí no me gustan las casas
nuevas, desconfío de su estructura, de la prisa con que las construyen, me
asusta ser de las primeras que compra en algo que quizás se convierta en una
comunidad fantasma, en un pequeño pueblo desierto. Me enamoro de la amplitud de
los espacios, me importan más los sitios de estar que los mismos cuartos. No me
molesta para nada que las casas estén viejitas, maltratadas, que les haga falta
cariño, me parece que son síntomas de que sobreviven, de que se las han visto, las
han pasado, y lo han aguantado.
Entonces hay casas que se
sienten oscuras, con una oscuridad que no tiene que ver con tragaluces ni con
que no esté conectada la electricidad. Hay paredes que parece que encierran
llantos, hay pasillos que se sienten tan cargados que pareciera que el techo
está a punto de echarse a llorar.
Entonces al séptimo, al octavo
intento, vamos a ver una casa, en una urbanización vieja de esas que me gustan,
de esas que siento que podré correr por las mañanas y saludar a las abuelitas
que no tengo en los balcones de otras casas. Y de pronto los techos son altos,
y no podemos evitar mirarnos disimulando y de repente la luz entra por todos
lados y nos sonreímos de lado a lado y nos deja de importar la extraña distribución
de los espacios. Llego a un patio gigante y veo a mis perros correr, empiezo a
rescatar más perros y por qué no, uno que otro gato porque tenemos espacio
demás. Agrandamos el cuarto master, me construyo un baño nuevo en un par de
años, hago la cocina a mi gusto, siempre supe que mis boards en Pinterest
tendrían uso después de todo.
No puedo demostrar que me
encanta la casa, porque él me mira y me susurra preguntando si de verdad me
gusta, que si me veo ahí, que si la quiero, y me aterra que si le digo que sí,
hace una oferta, sin contratar inspectores, sin pedir tasación, sin regatear el
precio, sin tener un plan determinado, sin saber en lo que se está metiendo. Lo
sé capaz, porque así lo hizo conmigo. No dijo que necesitaba ver más casas, no
preguntó si alguien había muerto allí, ni cuanto tiempo llevaba desocupada, no
solicitó alquiler con opción de compra, no investigó de dónde venían las
manchas de mis paredes, ni la razón original de las grietas en mis techos.
Ofreció por encima del precio original, sin averiguar sobre mis vicios ocultos,
sin sospechar de las hipotecas ejecutadas entre mis costillas, sin saber que yo
coleccionaba ruinas en mi construcción.
Luego de ver y fotografiar cada
rincón de la dichosa casa idílica, nos vamos casi corriendo, huyéndole al
enamoramiento, la cagadera que uno siente cuando te das cuenta de que el jevo
te está gustando de verdad. Y callamos en el carro mirando los alrededores. Y
en el próximo semáforo abrimos las bocas y pintamos la entrada rara de un color
funky y antes de que cambie a verde, remplazamos todas las ventanas a ventanas
de seguridad, y sin más, estamos guiando sin tener la radio prendida, sin
destino, pasándonos de la salida, guindando hamacas en el patio, contratando a
un amigo para que nos pinte un mural. Tuvimos que parar a darnos unas cervezas,
porque se nos secó el galillo de tanto arreglo y remodelación. Le encontramos
ventaja a que “los nenes” compartieran un baño, hicimos un área para beber
vinitos y escuchar discos de vinil, calculamos que teníamos estacionamiento
para más de 7 carros y hasta para la yola que siempre estamos por comprar. Yo
accedí al perro grande y él me dejó llenar las paredes de cuadros de mujeres.
Sembramos un huerto casero, hicimos una terraza de madera, pusimos cortinas,
nos deshicimos de medio juego de cuarto porque no cabía.
Y así fuimos a nuestra segunda
cita, como uno va a encontrarse con el jevo por segunda vez, blindado. Con las
antenas prendidas, con los consejos de los viejos, de los amigos, del
contratista. Y encontramos manchas de humedad en los pisos. Y la distribución
del espacio se nos hizo raro. Y nos dimos cuenta de que habían 3 tipos
distintos de ventanas. Y el baño se nos hizo demasiado pequeño para compartirlo
por los próximos 30 años. Y nos cuestionamos si valía la pena meterle tanto
esfuerzo, tanto sudor, a una estructura de más de 3 décadas. Y nos fijamos en
que no había suficiente espacio de almacenaje. Que no había explicación para
tener un contador en el medio de la sala, que quizás todo ese espacio, ese
pedazo favorito de nuestro futuro nidito fue una adición sin planificación del
antiguo dueño. Que a lo mejor agrandar el master, hacer un baño nuevo, hacer la
cocina a mi gusto terminaba costando más de lo que queríamos o podíamos gastar.
Que el comején de las ventanas no era de los comunes, era de los peores. Que no
sabíamos el trato que le habían dado a esa casa vieja. Así que desmonté las
cunas de los niños que no tuve, enrollé el mural que no pintamos y me llevé la
yola que nunca navegamos. Y nos montamos en carros distintos en silencio,
sabiendo que quizás de aquí a unos años nos reiríamos de esta cita a ciegas, de
cómo creímos que nos enamoramos, de como jurábamos que quizás, quizás esa casa nos
hubiera dado “un vino de amor al tiempo”.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)