Llevo demasiado tiempo sintiendo que no tengo suficiente tiempo. La falta de tiempo convenientemente no me ha permitido hacer disertaciones sobre mi no tan nuevo estatus pero sí estrenadamente oficial. Es mi excusa perfecta para todo y lo peor de todo es que es real. Trabajo un mínimo de ocho horas y media diarias y estoy en la universidad si no las tardes completas el suficiente tiempo como para partirme las tardes por la mitad. Y lo triste es la cantidad absurda de tiempo que me paso haciendo cosas que no sólo son tediosas sino que no hay nadie más que las pueda hacer por mí. Es la magia de la adultez. Todas las mañanas limpio los destrozos de mis monstruitos. Me pongo cualquier cosa que más o menos me tape, los persigo para ponerle sus arneses, los meto en un bulto y bajo nueve pisos por las escaleras, los camino quince minutos y luego vuelvo a subir los mismos nueve pisos porque es la única actividad cardiovascular diaria que hago. Además me ahorro la posibilidad de que algún vecino imprudente me suelte el discurso de que en este edificio no se permiten los perros.
Me visto como las locas y pongo la ropa en la secadora con una toalla húmeda como me enseñó un amigo, porque no tengo tiempo para planchar. Demás está decir que el caos de mi armario crece exponencialmente día tras día. Me maquillo en el carro en lo cual a estas alturas soy una experta. Y ni hablar de la hecatombe de mi carro, se podría encontrar cualquier cosa bajo mis alfombras. Me tomo un café doble para tener suficiente energía y a media mañana un té para calmar la ansiedad que me causa el café doble y mis siete jefes.
Acomodo mis citas médicas entre mis almuerzos y los múltiples viajes tortuosos a agencias gubernamentales, porque la vida decidió que necesito hacer las paces con la burocracia y de una vez vencer mi fobia a la espera. Así que hasta para radicar los papeles de mi divorcio tuve que aprovechar un viaje de un cliente. Ahora que lo pienso he perdido peso porque no me da tiempo a comer postres o papas fritas, el otro día estuve todo el almuerzo comprando detergentes. Sí, cosas divinas de uno vivir solo, que si uno no compra jabones, nadie los compra. Increíble la cantidad de jabones que uno tiene que comprar, para el pelo, para la cara, para el piso, para los platos, para el inodoro, para los cristales, para los perros. Y de pronto me gasto casi cien dólares en cosas que detesto, esponjas y mapos, y bolsas y papel de aluminio. Y llego a mi casa a las diez de la noche y tengo que dar siete viajes para subir la compra porque no he tenido tiempo de comprarme un dichoso carrito que me facilite la solitaria existencia. Y echo a lavar una tanda mientras me baño y entonces el agua sale fría porque no me dio el tiempo de esperar quince minutos para que el calentador hiciera lo suyo. Y por eso cuando la jueza (cosa que merece un capítulo completo a lo menos) se negaba a concedernos la petición de divorcio por segunda vez en un periodo de dos horas yo lloraba fuera de la sala e intentaba explicarle a la alguacil que no era que me iba a casar pronto y me urgía, si no que no tengo tiempo para sacar otro día para este trámite en particular. Como tampoco tuve tiempo para quedarme a llorar en la casa el día antes como se supone. Así que acomodé los minutos necesarios para que la romántica que aún vive en alguna parte de este cuerpo llorara el fracaso más grande de su historia, en la ducha, como Dios manda. El otro día escuché que el pánico y el romance tienen los mismos efectos en el corazón humano de todas maneras. No tengo ataques de pánico desde que me falta el romance, no creo que sea casualidad. Con la misma prisa consuetudinaria me compré un vestido para la ocasión en vez de almorzar, durante el viaje que a última hora me pidieron al Departamento del Estado. Obviamente un traje rebajado, de diseñador, pero rebajado, me miré dos veces al espejo y decidí en la mañana meterlo con todo y etiquetas a la secadora con el viejo truco de la toalla húmeda, porque no había tiempo ni presupuesto para la tintorería.
Y todas las mañanas de un tiempo para acá me levanto con una canción, o con una frase o con un poema en la cabeza y por consiguiente en la boca. Y esta mañana fue: me falta tiempo para celebrar tus cabellos. Es lo que amo de Neruda, esa forma práctica y tan cotidiana del amor que se inventó.
Y por alguna extraña razón que quizás le podría achacar a las hormonas o a los medicamentos o a la falta de sueño, me pregunto si alguien tendrá el tiempo, si alguien se tomará el tiempo de ver lo que hay detrás todo esto. Si alguien podrá ver detrás de ese estatus de soltera con asterisco, si alguien podrá mirar y decir que tal vez, solamente tal vez sigo siendo la posibilidad de un gran descubrimiento.
Yo compro en tiendas de rebaja. Y muchas veces encuentro estas piezas fantásticas de marcas que jamás pudiese haber comprado en sus precios originales en las tiendas por departamento donde las mandaron de primera intención y luego las encuentro en una góndola y la gente dice que en esas tiendas venden así de barato la ropa, los zapatos y las carteras porque están defectuosos, tienen costuras mal hechas, le faltan botones, tienen defectos de construcción y yo les aseguro que no es cierto.
Miles de veces la gente me para en la calle y me pregunta de dónde salió ese traje tan espectacular o me comentan que lo que tenía puesto tal día me debió haber costado una fortuna y cuando digo de dónde salió la gente no me lo cree. Me dicen que es imposible, que nunca encuentran nada y yo les digo que hay que aprender a buscar que yo puedo enseñarles porque a mí me enseñaron, perdí muchas cosas pero al menos eso lo aprendí bien, que en el gancho las cosas no se expresan. Que porque algo tenga una etiqueta roja encima no significa que sea de mal gusto o que esté mal fabricado. A veces mucha gente agarró esa misma pieza antes que yo y no le dio la oportunidad, porque dijo si está a ese precio y nadie lo ha comprado tienen que haber algo mal y eso no es cierto. A veces la gente no se detiene a ver, que quizás estaba hecho para una silueta como la mía y eso no es común, que tal vez todos pensaron lo mismo; que tenía que tener algo mal, que quizás pensaron que no tenían la ocasión para ponerse o sencillamente que no supieron apreciarlo, y hay algunos días que me siento como un puto traje de diseñador que tiene una etiqueta roja sobre otra amarilla y que se pasa de largo porque tal vez tiene algún ojal sin abrir, o porque nadie se atreve a ponérselo. No tengo las costuras fuera de sitio, quizás no soy de esta temporada, pero las temporadas vuelven cuatro veces cada año en casi todo el planeta menos aquí. Me veo mejor puesta que en el gancho.
Y llevo dos semanas sin escribir nada porque no tengo tiempo, porque no me gusta herir a la gente, porque detesto el ay bendito con toda mi puertorriqueñidad y el fin de semana pasado fue duro, bien duro. Y honestamente no extrañé una tarjeta roja con una mentira piadosa dentro. No sólo porque me faltó el tiempo, si no porque tengo las mejores amigas del mundo que me pasean, que me dedican canciones, que me cantan canciones, que me compran regalos, que me escriben mensajes, que me monitorean cuando piensan que estoy a punto de colapsar, tengo amigos con intenciones dudosas que de todas formas llaman y me invitan a pasear sin el miedo a que me pulverice en medio de la cena o de la tercera cerveza y me vuelven a llamar aunque yo siempre tenga y cito “un no en la boca”, tengo dos perros hermosos que mueven las cabecitas como antenas parabólicas de un sitio al otro intentando captar la señal de qué carajo pasa dentro de esta cabeza mía, y realmente me hubiese bastado que alguien me recordara todas las noches de ese fin de semana (que por muchos años fue mi favorito) que todo este mar de flores y chocolates y canciones son un complot exquisito para estrujarse, una excusa comercial para preservar la especie. Eso.
Y como no tengo tiempo y como no gasté dinero en nadie y a mí me fascina regalar me pagué un masaje. Un masaje de una hora y media. Porque la falta de tiempo me destruye la espalda y me anuda la silueta. Y qué importa cuánto me cobren si por casi dos horas y media no tengo que pensar en nada, el tiempo se detiene y llego allí y parezco tan rica como todas las doñas tristes y millonarias que van allí dos veces en semana. Todas estamos con una bata de toalla respirando vapor cítrico, asándonos en un sauna de madera, desnudándonos frente a un completo extraño que sabrá Dios en qué piensa mientras nos toquetea sin nada de afecto y con todo el profesionalismo que tres dígitos pueden pagar. Quizás hoy le dé más propina de la cuenta y quizás se la dé antes de empezar, quizás se anima y me dice por 85 minutos que tengo la espalda más bonita del mundo. Qué más da.
Miles de veces la gente me para en la calle y me pregunta de dónde salió ese traje tan espectacular o me comentan que lo que tenía puesto tal día me debió haber costado una fortuna y cuando digo de dónde salió la gente no me lo cree. Me dicen que es imposible, que nunca encuentran nada y yo les digo que hay que aprender a buscar que yo puedo enseñarles porque a mí me enseñaron, perdí muchas cosas pero al menos eso lo aprendí bien, que en el gancho las cosas no se expresan. Que porque algo tenga una etiqueta roja encima no significa que sea de mal gusto o que esté mal fabricado. A veces mucha gente agarró esa misma pieza antes que yo y no le dio la oportunidad, porque dijo si está a ese precio y nadie lo ha comprado tienen que haber algo mal y eso no es cierto. A veces la gente no se detiene a ver, que quizás estaba hecho para una silueta como la mía y eso no es común, que tal vez todos pensaron lo mismo; que tenía que tener algo mal, que quizás pensaron que no tenían la ocasión para ponerse o sencillamente que no supieron apreciarlo, y hay algunos días que me siento como un puto traje de diseñador que tiene una etiqueta roja sobre otra amarilla y que se pasa de largo porque tal vez tiene algún ojal sin abrir, o porque nadie se atreve a ponérselo. No tengo las costuras fuera de sitio, quizás no soy de esta temporada, pero las temporadas vuelven cuatro veces cada año en casi todo el planeta menos aquí. Me veo mejor puesta que en el gancho.
Y llevo dos semanas sin escribir nada porque no tengo tiempo, porque no me gusta herir a la gente, porque detesto el ay bendito con toda mi puertorriqueñidad y el fin de semana pasado fue duro, bien duro. Y honestamente no extrañé una tarjeta roja con una mentira piadosa dentro. No sólo porque me faltó el tiempo, si no porque tengo las mejores amigas del mundo que me pasean, que me dedican canciones, que me cantan canciones, que me compran regalos, que me escriben mensajes, que me monitorean cuando piensan que estoy a punto de colapsar, tengo amigos con intenciones dudosas que de todas formas llaman y me invitan a pasear sin el miedo a que me pulverice en medio de la cena o de la tercera cerveza y me vuelven a llamar aunque yo siempre tenga y cito “un no en la boca”, tengo dos perros hermosos que mueven las cabecitas como antenas parabólicas de un sitio al otro intentando captar la señal de qué carajo pasa dentro de esta cabeza mía, y realmente me hubiese bastado que alguien me recordara todas las noches de ese fin de semana (que por muchos años fue mi favorito) que todo este mar de flores y chocolates y canciones son un complot exquisito para estrujarse, una excusa comercial para preservar la especie. Eso.
Y como no tengo tiempo y como no gasté dinero en nadie y a mí me fascina regalar me pagué un masaje. Un masaje de una hora y media. Porque la falta de tiempo me destruye la espalda y me anuda la silueta. Y qué importa cuánto me cobren si por casi dos horas y media no tengo que pensar en nada, el tiempo se detiene y llego allí y parezco tan rica como todas las doñas tristes y millonarias que van allí dos veces en semana. Todas estamos con una bata de toalla respirando vapor cítrico, asándonos en un sauna de madera, desnudándonos frente a un completo extraño que sabrá Dios en qué piensa mientras nos toquetea sin nada de afecto y con todo el profesionalismo que tres dígitos pueden pagar. Quizás hoy le dé más propina de la cuenta y quizás se la dé antes de empezar, quizás se anima y me dice por 85 minutos que tengo la espalda más bonita del mundo. Qué más da.
5 comentarios:
Fascinante. Y muy hermoso.
Ojalá se pudiesen tocar estas letras en cada página de vida, o instante por minuto. Curioso, pero he acabado aquí, leyendo estas cosas (que tal vez no debería leer, pero si he llegado, y están aquí, imagino que puedo) mientras buscaba una imagen con definición "Incompleto". Y leyendo, leyendo, leyendo... He encontrado mucho de lo contrario. Además, me has dado cierto aliento. Y devuelto las ganas de escribir.
Me seguiré pasando, enchanté.
PD:No sé porqué, ni por qué no, el grado de permutaciones mentales que estoy teniendo sobre si escribir esto o no es inmenso, así que...en fin, lo acabo escribiendo.
"Sonríe". O...
"No dejes de sonreír", mejor.
-Hasta otra lectura.
te lees libre
-_-
ensayosdesoltera.blogspot.com
Cuánta madurez a pesar de que acabas de cumplir 25. Cuánta fluidez en tu léxico. ¿Dónde aprendiste a escribir así? Lo digo en serio, eres extraordinariamente talentosa. Explota tu talento y tu libertad. Sabes que te admiro. No cambies tu manera de ser nunca.
TQM
TE QUIERO TAAANTO!!! DEFINITIVAMENTE NO HAY DOS COMO TU!! SIGUE HACIA ADELANTA PORQUE LA VIDA TE TIENEN COSAS MEJORES!
vertiginoso
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